«El Padre os ama» (cf. Jn 16, 27)
Queridos jóvenes amigos:
1. Desde la perspectiva del ya próximo jubileo, el año 1999 tiene la función de «ampliar los horizontes del creyente según la visión misma de Cristo: la visión del “Padre celestial”, por quien fue enviado y a quien retornará» (Tertio millennio adveniente, 49). En efecto, no es posible celebrar a Cristo y su jubileo sin dirigirse, junto con él, hacia Dios, Padre suyo y Padre nuestro (cf. Jn 20, 17). También el Espíritu Santo nos guía hacia el Padre y hacia Jesús: si el Espíritu nos enseña a decir «Jesús es Señor» (1 Co 12, 3), lo hace para permitirnos hablar con Dios, llamándolo: «¡Abbá, Padre!» (Ga 4, 6).
Por tanto, os invito, junto con toda la Iglesia, a dirigiros hacia Dios Padre y a escuchar con gratitud y admiración la sorprendente revelación de Jesús: «El Padre os ama» (cf. Jn 16, 27). Éstas son las palabras que os propongo como tema de la XIV Jornada mundial de la juventud. Queridos jóvenes, Dios os ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 19), acoged su amor. Permaneced firmes en esta certeza, la única capaz de dar sentido, fuerza y alegría a la vida: su amor nunca se apartará de vosotros y su alianza de paz nunca fallará (cf. Is 54, 10). Ha tatuado vuestro nombre en las palmas de sus manos (cf. Is 49, 16).
2. Aunque no sea siempre consciente y clara, en el corazón del hombre existe una profunda nostalgia de Dios, que san Ignacio de Antioquía expresó elocuentemente con estas palabras: «Un agua viva murmura en mí y me dice interiormente: “¡Ve al Padre!”» (Ad Rom., 7). «Déjame ver, por favor, tu gloria» (Ex 33, 18), pide Moisés al Señor en el monte.
«A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, lo ha revelado» (Jn 1, 18). Por tanto, ¿basta conocer al Hijo para conocer al Padre? Felipe no se deja convencer fácilmente, y pide: «Señor, muéstranos al Padre». Su insistencia obtiene una respuesta que supera nuestras expectativas: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 8-11).
Después de la Encarnación, hay un rostro de hombre en el que es posible ver a Dios: «Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí», dice Jesús no sólo a Felipe, sino también a todos los que creerán (cf. Jn 14, 11). Desde entonces, el que acoge al Hijo de Dios acoge a Aquel que lo envió (cf. Jn 13, 20). Por el contrario, «el que me odia, odia también a mi Padre» (Jn 15, 23). Desde entonces es posible una nueva relación entre el Creador y la criatura, es decir, la relación del hijo con su Padre: a los discípulos que quieren conocer los secretos de Dios y piden aprender a rezar para encontrar apoyo en el camino, Jesús les responde enseñándoles el Padre nuestro, «síntesis de todo el Evangelio» (Tertuliano, De oratione, 1), en el que se confirma nuestra condición de hijos (cf. Lc 11, 1-4). «Por una parte, en efecto, por las palabras de esta oración el Hijo único nos da las palabras que el Padre le ha dado (cf. Jn 17, 7): él es el Maestro de nuestra oración. Por otra parte, como Verbo encarnado, conoce en su corazón de hombre las necesidades de sus hermanos y hermanas los hombres, y nos las revela: es el modelo de nuestra oración» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2765).
El evangelio de san Juan, al transmitirnos el testimonio directo de la vida del Hijo de Dios, nos indica el camino que hay que seguir para conocer al Padre. La invocación «Padre» es el secreto, el aliento, la vida de Jesús. ¿No es él el Hijo único, el primogénito, el amado al que todo se orienta, el que está al lado del Padre desde antes que el mundo existiese y participa de su misma gloria? (cf. Jn 17, 5). Jesús recibe del Padre el poder sobre todas las cosas (cf. Jn 17, 2), el mensaje que ha de anunciar (cf. Jn 12, 49), y la obra que debe realizar (cf. Jn 14, 31). Ni siquiera sus discípulos le pertenecen: es el Padre quien se los ha dado (cf. Jn 17, 9), confiándole la misión de protegerlos del mal, para que ninguno se pierda (cf. Jn 18, 9).
A la hora de pasar de este mundo al Padre, la «oración sacerdotal» muestra el estado de ánimo del Hijo: «Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo existiese» (Jn 17, 5). En calidad de sumo y eterno Sacerdote, Cristo encabeza el inmenso cortejo de los redimidos. Al ser primogénito de una multitud de hermanos, vuelve a conducir al único redil las ovejas del rebaño disperso, para que haya «un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10, 16).
Gracias a su obra, la misma relación amorosa que existe en el seno de la Trinidad se repite en la relación del Padre con la humanidad redimida: «El Padre os ama». ¿Cómo podría comprenderse este misterio de amor sin la acción del Espíritu, derramado por el Padre sobre los discípulos gracias a la oración de Jesús? (cf. Jn 14, 16). La encarnación del Verbo eterno en el tiempo y el nacimiento para la eternidad de cuantos se incorporan a él mediante el bautismo no podrían concebirse sin la acción vivificante de ese mismo Espíritu.
3. «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). Dios ama al mundo. Y a pesar de todos sus rechazos, seguirá amándolo hasta el fin. «El Padre os ama» desde siempre y para siempre: ésta es la novedad inaudita, «el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre» (Christifideles laici, 34). Aunque el Hijo nos hubiera dicho únicamente estas palabras, nos habría bastado. «¡Qué gran amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios! Y lo somos» (1 Jn 3, 1). No somos huérfanos; el amor es posible. Porque, como sabéis muy bien, nadie puede amar si no se siente amado.
Pero ¿cómo anunciar esta buena nueva? Jesús indica el camino que se ha de seguir: ponernos a la escucha del Padre, para que nos enseñe (cf. Jn 6, 45), y guardar sus mandamientos (cf. Jn 14, 23). Además, este conocimiento del Padre debe ir creciendo: «Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer» (Jn 17, 26), y será obra del Espíritu Santo, que guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).
En nuestra época, la Iglesia y el mundo necesitan más que nunca «misioneros» que sepan proclamar con la palabra y el ejemplo esta certeza fundamental y consoladora. Vosotros, jóvenes de hoy y adultos del nuevo milenio, conscientes de ello, dejaos «formar» en la escuela de Jesús. Sed testigos creíbles del amor del Padre, tanto en la Iglesia como en los diversos ambientes donde se desarrolla vuestra existencia diaria. Manifestadlo en vuestras opciones y actitudes, en vuestro modo de acoger a las personas y de poneros a su servicio, y en vuestro respeto fiel a la voluntad de Dios y a sus mandamientos.
«El Padre os ama». Este anuncio asombroso se deposita en el corazón de todo creyente que, como el discípulo amado por Jesús, reclina su cabeza en el pecho del Maestro y recoge sus confidencias: «El que me ama será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 21), porque «ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3).
Las diversas formas de paternidad que encontráis en vuestro camino son un reflejo del amor del Padre. Pienso, en particular, en vuestros padres, colaboradores de Dios al transmitiros la vida y al educaros: honradlos (cf. Ex 20, 12) y demostradles vuestra gratitud. Pienso en los sacerdotes y en las demás personas consagradas al Señor, que son para vosotros amigos, testigos y maestros de vida, «para progreso y gozo de vuestra fe» (Flp 1, 25). Pienso en los educadores auténticos, que con su humanidad, su sabiduría y su fe contribuyen de modo significativo a vuestro crecimiento cristiano y, por tanto, plenamente humano. Dad gracias siempre al Señor por cada una de estas personas, que os acompañan a lo largo de las sendas de la vida.
4. El Padre os ama. La conciencia de esta predilección que Dios os tiene no puede menos de impulsar a los creyentes «a emprender, en la adhesión a Cristo, redentor del hombre, un camino de auténtica conversión. (...) Es éste el contexto adecuado para el redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de la penitencia en su significado más profundo» (Tertio millennio adveniente, 50).
«El pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarlo y amarse mutuamente» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 387); es no querer vivir la vida de Dios recibida en el bautismo y no dejarse amar por el verdadero Amor, pues el hombre tiene el terrible poder de impedir la voluntad de Dios de dar todos los bienes. El pecado, cuyo origen se encuentra en la voluntad libre de la persona (cf. Mc 7, 20), es una transgresión del amor verdadero; hiere la naturaleza del hombre y destruye la solidaridad humana, manifestándose en actitudes, palabras y acciones impregnadas de egoísmo (cf. Catecismo de la Iglesia católica, nn. 1849-1850). En lo más íntimo del hombre es donde la libertad se abre y se cierra al amor. Éste es el drama constante del hombre, que a menudo elige la esclavitud, sometiéndose a miedos, caprichos y costumbres equivocados, creándose ídolos que lo dominan e ideologías que envilecen su humanidad. Leemos en el evangelio de san Juan: «Todo el que comete pecado es un esclavo del pecado» (Jn 8, 34).
Jesús dice a todos: «Convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15). En el origen de toda conversión auténtica está la mirada de Dios al pecador. Es una mirada que se traduce en búsqueda plena de amor, en pasión hasta la cruz, en voluntad de perdón que, manifestando al culpable la estima y el amor de que sigue siendo objeto, le revela por contraste el desorden en que está sumergido, invitándolo a cambiar de vida. Éste es el caso de Leví (cf. Mc 2, 13-17), de Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10), de la adúltera (cf. Jn 8, 1-11), del ladrón (cf. Lc 23, 39-43), y de la samaritana (cf. Jn 4, 1-30): «El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible; su vida carece de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» (Redemptor hominis, 10). Una vez que ha descubierto y experimentado al Dios de la misericordia y del perdón, el ser humano ya no puede vivir de otro modo que no sea el de una continua conversión a él (cf. Dives in misericordia, 13).
«Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11): el perdón se da gratuitamente, pero el hombre está invitado a corresponder con un serio compromiso de vida renovada. Dios conoce muy bien a sus criaturas. No ignora que la manifestación cada vez mayor de su amor terminará por suscitar en el pecador el disgusto por el pecado. Por eso, el amor de Dios se realiza con el ofrecimiento continuo de perdón.
¡Qué elocuente es la parábola del hijo pródigo! Desde que se aleja de casa, su padre vive preocupado: aguarda, espera su regreso, escruta el horizonte. Respeta la libertad de su hijo, pero sufre. Y cuando su hijo se decide a volver, lo ve desde lejos y sale a su encuentro, lo abraza con fuerza y, rebosante de alegría, ordena: «Traed aprisa el mejor vestido y vestidle – símbolo de la vida nueva –; ponedle un anillo en su mano – símbolo de la alianza –; y unas sandalias en los pies – símbolo de la dignidad recuperada –. (...) Y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (cf. Lc 15, 11-32).
5. Antes de subir al Padre, Jesús confió a su Iglesia el ministerio de la reconciliación (cf. Jn 20, 23). Por tanto, no basta sólo el arrepentimiento interior para obtener el perdón de Dios. La reconciliación con él se obtiene mediante la reconciliación con la comunidad eclesial. Por eso, el reconocimiento de la culpa pasa a través de un gesto sacramental concreto: el arrepentimiento y la confesión de los pecados, con el propósito de vivir una vida nueva, ante el ministro de la Iglesia.
Por desgracia, el hombre contemporáneo, cuanto más pierde el sentido del pecado, tanto menos recurre al perdón de Dios: de esto dependen muchos de los problemas y las dificultades de nuestro tiempo. Durante este año, os invito a redescubrir la belleza y la riqueza de gracia del sacramento de la penitencia, releyendo atentamente la parábola del hijo pródigo, en la que no se subraya tanto el pecado cuanto la ternura de Dios y su misericordia. Al escuchar la Palabra en actitud de oración, de contemplación, de admiración y de certeza, decid a Dios: «Te necesito, cuento contigo para existir y vivir. Tú eres más fuerte que mi pecado. Creo en tu poder sobre mi vida, creo en tu capacidad de salvarme, tal como soy ahora. Acuérdate de mí. Perdóname».
Mirad «dentro» de vosotros. Más que contra una ley o una norma moral, el pecado es contra Dios (cf. Sal 50, 6), contra vuestros hermanos y contra vosotros mismos. Poneos en presencia de Cristo, Hijo único del Padre y modelo de todos los hermanos. Él es el único que nos revela cómo debe ser nuestra relación con el Padre, con nuestro prójimo y con la sociedad, para estar en paz con nosotros mismos. Nos lo revela mediante el Evangelio, que es una sola cosa con Jesucristo. La fidelidad a uno es la medida de la fidelidad al otro.
Acudid con confianza al sacramento de la reconciliación: con la confesión de vuestras culpas mostraréis que queréis reconocer vuestra infidelidad y ponerle fin; testimoniaréis vuestra necesidad de conversión y reconciliación, para recuperar la condición pacificadora y fecunda de hijos de Dios en Cristo Jesús; y expresaréis vuestra solidaridad con vuestros hermanos, que también están probados por el pecado (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1445).
Por último, recibid con gratitud la absolución del sacerdote: es el momento en que el Padre pronuncia sobre el pecador arrepentido las palabras que devuelven la vida: «Este hijo mío ha vuelto a la vida». La Fuente del amor regenera y permite superar el egoísmo y volver a amar con mayor intensidad.
6. «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22, 37-40). Jesús no dice que el segundo mandamiento es idéntico al primero, sino que es «semejante». Por consiguiente, los dos mandamientos no son intercambiables, como si se pudiera cumplir automáticamente el mandamiento del amor a Dios guardando el del amor al prójimo, o viceversa. Tienen consistencia propia, y ambos deben cumplirse. Pero Jesús los une para mostrar a todos que están íntimamente relacionados: es imposible cumplir uno sin poner en práctica el otro. «De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la cruz que redime, signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad» (Veritatis splendor, 14).
Para saber si amamos verdaderamente a Dios, debemos comprobar si amamos en serio a nuestro prójimo. Y si queremos conocer la calidad de nuestro amor al prójimo, debemos preguntarnos si amamos verdaderamente a Dios, porque «quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20), y «en esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos» (1 Jn 5, 2).
En la carta apostólica Tertio millennio adveniente exhorté a los cristianos a «subrayar más decididamente la opción preferencial de la Iglesia por los pobres y los marginados» (n. 51). Se trata de una opción preferencial, no exclusiva. Jesús nos invita a amar a los pobres, porque hay que dedicarles una atención particular, precisamente a causa de su vulnerabilidad. Es sabido que son cada vez más numerosos, incluso en los países denominados ricos, a pesar de que los bienes de esta tierra están destinados a todos. Cualquier situación de pobreza interpela la caridad cristiana de cada uno. Pero también debe llegar a ser un compromiso social y político, porque el problema de la pobreza en el mundo depende de condiciones concretas que deben ser transformadas por los hombres y las mujeres de buena voluntad, constructores de la civilización del amor. Se trata de «estructuras de pecado», que sólo se vencen con la colaboración de todos, si están dispuestos a «perderse» por el otro en lugar de explotarlo, y a «servirlo» en lugar de oprimirlo (cf. Sollicitudo rei socialis, 38).
Queridos jóvenes, os invito de modo particular a vosotros a emprender iniciativas concretas de solidaridad y comunión junto a y con los más pobres. Participad con generosidad en alguno de los proyectos que en los diversos países han puesto en marcha otros jóvenes con gestos de fraternidad y solidaridad: será un modo de «restituir» al Señor, en la persona de los pobres, por lo menos algo de todo lo que os ha dado a vosotros, más afortunados. Y podrá ser también la expresión inmediatamente visible de una opción profunda: la de orientar decididamente vuestra vida hacia Dios y hacia vuestros hermanos.
7. María resume en su persona todo el misterio de la Iglesia; es la «hija predilecta del Padre» (Tertio millennio adveniente, 54), que acogió libremente y respondió con disponibilidad al don de Dios. Siendo «hija» del Padre, mereció convertirse en la Madre de su Hijo: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Es Madre de Dios, porque es perfectamente hija del Padre.
En su corazón no hay otro deseo que el de sostener el compromiso de los cristianos de vivir como hijos de Dios. Como Madre tiernísima, los guía incesantemente hacia Jesús, para que, siguiéndolo, aprendan a cultivar su relación con el Padre celestial. Como en las bodas de Caná, los invita a hacer todo lo que el Hijo les diga (cf. Jn 2, 5), sabiendo que éste es el camino para llegar a la casa del «Padre misericordioso» (cf. 2 Co 1, 3).
La XIV Jornada mundial de la juventud, que se celebrará este año en las Iglesias particulares, es la última antes de la gran cita jubilar. Por tanto, reviste una importancia particular en la preparación para el Año santo del 2000. Ruego a Dios que sea para cada uno de vosotros ocasión para un renovado encuentro con el Señor de la vida y con su Iglesia.
A María le encomiendo vuestro camino y le pido que prepare vuestro corazón para acoger la gracia del Padre, a fin de que os convirtáis en testigos de su amor.
Con estos sentimientos, deseándoos un año rico en fe y compromiso evangélico, os bendigo a todos de corazón.
Vaticano, 6 de enero de 1999, solemnidad de la Epifanía del Señor
ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II CON LOS JÓVENES DE LA DIÓCESIS DE ROMA COMO PREPARACIÓN PARA LA XIV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
Jueves 25 de marzo de 1999
EL VICARIO DE CRISTO RESPONDE A LAS PREGUNTAS DE LOS JÓVENES
Primera pregunta
Santidad, en su Mensaje para la Jornada mundial de la juventud de 1999, nos invitó, junto con toda la Iglesia, «a dirigirnos hacia Dios Padre y a escuchar con gratitud y admiración la sorprendente revelación de Jesús: "El Padre os ama"», y también nos aseguró: «Su amor nunca se apartará de vosotros y su alianza de paz nunca fallará» (n. 1: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 15 de enero de 1999, p. 3). Estamos seguros de ello. Sin embargo, a veces nos resulta difícil comprender cómo nos ama el Padre, cuando nos encontramos frente al sufrimiento y a la muerte de jóvenes experimenta la locura de la guerra. En efecto, estamos concluyendo un siglo marcado profundamente por guerras y odios entre pueblos. Incluso hoy, en particular en estas horas, en los territorios de la ex Yugoslavia, tan cercanos a nosotros, los odios y las guerras continúan. Santidad, ¿puede ayudarnos a comprender cómo el Padre no deja de amarnos incluso cuando noscomo nosotros; cuando por catástrofes naturales mueren personas inocentes; cuando, peor aún, el hombre encontramos con el sufrimiento de los justos y los inocentes; cuando muchos de nuestros coetáneos son arrastrados por fenómenos destructores como la drogadicción; y cuando los hombres se matan entre sí a causa de los odios y las guerras?
1. Amadísimos jóvenes, os doy la bienvenida al Vaticano, en la sala Pablo VI. Doy la bienvenida tanto a los que están en esta sala como a los que se hallan fuera, bajo la lluvia, que al menos parece ahora menos fuerte. De todos modos son más fuertes que la lluvia.
Amadísimos jóvenes, el gran problema que me planteáis hunde sus raíces en el corazón mismo del hombre. En la pregunta que me ha formulado uno de vuestros representantes resuena la fuerte objeción que leemos en la Leyenda del gran inquisidor de Dostoievski: «¿Cómo puedo creer en Dios, cuando permite la muerte de un niño inocente?». Vemos, y casi palpamos, el problema del mal en la vida diaria. Parece que los grandes razonamientos sobre este problema no convencen inmediatamente, sobre todo cuando experimentamos personalmente la enfermedad y el sufrimiento, o cuando nos afecta la muerte de algún ser cercano y querido.
De cualquier manera, no eludo el desafío que encierra esta pregunta. Sólo quisiera, en primer lugar, formularos también yo una pregunta provocativa: me preguntáis cómo se comprende el amor del Padre cuando nos encontramos frente al odio, la división, las diversas formas de destrucción de la personalidad y la guerra. Con razón acaban de recordarnos el conflicto que ensangrienta la ex Yugoslavia, y que crea tanta preocupación por las víctimas y por las consecuencias que pueden derivar de él para Europa y para todo el mundo. Deseo de corazón que las armas callen cuanto antes, y que se reanuden el diálogo y las negociaciones, para que se llegue finalmente, con la contribución de todos, a una paz justa y duradera en toda la región balcánica.
Yo, por mi parte, os digo: ¿por qué preguntarse dónde está el amor de Dios, y no más bien poner de relieve las responsabilidades que derivan del pecado de los hombres? Es decir, ¿por qué deberíamos considerar culpable a Dios cuando, al contrario, los responsables son los hombres libres en sus decisiones? El pecado no es una teoría abstracta; sus consecuencias pueden comprobarse.
El mal acerca del cual me pedís una explicación se debe al pecado y a no querer vivir según las enseñanzas de Dios. Daña la existencia y la lleva a rechazar el bien. Las personas se encierran en la envidia, los celos y el egoísmo, sin caer en la cuenta de que esos comportamientos llevan a la soledad y quitan el sentido auténtico a la vida. A pesar de todo esto, tened la seguridad de que el amor del Padre no falla jamás, porque Dios mismo quiso compartir con nosotros el sufrimiento y la muerte. Y lo debemos recordar en este tiempo de Cuaresma y durante la Semana santa. Y lo que él vivió, también lo salvó y redimió. La fuerza del amor triunfa sobre el mal, como subraya el apóstol san Pablo con plena convicción: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? (...) Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8, 35. 37). Ése es el camino para vencer el mal: crecer en el amor del Padre, que se nos reveló en Jesucristo.
Segunda pregunta
Santo Padre, en su Mensaje hace una apremiante invitación a la conversión y a acercarse al sacramento de la confesión. Le preguntamos: ¿de dónde tiene que brotar el deseo de convertirnos? Nos dicen a menudo que debemos convertirnos, pero a veces no sentimos ni vemos la necesidad de hacerlo. ¿Sabe explicarnos por qué? Además, le pedimos que nos hable sobre el sacramento de la confesión, porque no siempre nos resulta fácil ver en él el lugar donde se realiza el camino de vuelta al Padre, de quien nos hemos alejado con el pecado.
2. Es verdad; hoy, en general, no se siente la necesidad de conversión, como sucedía en otro tiempo. Pero, en realidad, revisar la propia vida es una de las exigencias fundamentales para lograr una personalidad adulta y madura. Sólo gracias a un proceso constante de conversión y renovación el hombre avanza por el arduo sendero del conocimiento de sí, del dominio de la propia voluntad y de la capacidad de evitar el mal y hacer el bien.
Podríamos decir que la vida es un continuo cambio. Vosotros vivís esta experiencia. ¿No es verdad que cuando amáis a una persona hacéis todo lo posible para obtener su amor? ¿No os ha ce incluso cambiar expresiones y comportamientos que jamás hubierais pensado que podríais modificar? Si en su raíz no hay un acto de amor, es imposible comprender la necesidad del cambio.
Lo mismo sucede en la vida del espíritu, especialmente gracias al sacramento de la reconciliación, que se sitúa precisamente en este horizonte. En efecto, es el signo eficaz de la misericordia de Dios, que sale al encuentro de todos, del amor del Padre que, a pesar de que su hijo se alejó y dilapidó sus bienes, está dispuesto a acogerlo de nuevo con los brazos abiertos, volviendo a comenzar desde el principio. En la confesión, vivimos personalmente la esencia del amor de Dios, que sale a nuestro encuentro del modo que le es más propio, es decir, el de la absolución y la misericordia.
Con esto no quiero decir que el camino de la conversión sea fácil. Cada uno sabe lo difícil que es reconocer los propios errores. En efecto, solemos buscar cualquier pretexto con tal de no admitirlos. Sin embargo, de este modo no experimentamos la gracia de Dios, su amor que transforma y hace concreto lo que aparentemente parece imposible obtener. Sin la gracia de Dios, ¿cómo podemos entrar en lo más profundo de nosotros mismos y comprender la necesidad de convertirnos? La gracia es la que transforma el corazón, permitiendo sentir cercano y concreto el amor del Padre.
Y no olvidéis que nadie es capaz de perdonar a los demás, si antes no ha hecho a su vez la experiencia de ser perdonado. Así, la confesión se presenta como el camino real para llegar a ser verdaderamente libres, experimentando la comprensión de Cristo, el perdón de la Iglesia y la reconciliación con nuestros hermanos.
Tercera pregunta
Santidad, usted nos recuerda las palabras de la primera carta de san Juan: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20). Es decir, nos hace comprender que del amor del Padre deben brotar en nosotros gestos de amor, de perdón, de paz y de solidaridad con nuestros hermanos. Sobre esta necesidad de amar y perdonar estamos plenamente de acuerdo con usted, y nos comprometeremos a hacerlo sobre todo como signo de nuestra conversión, pasando por la Puerta santa del año 2000. Sin embargo, algunos de nosotros tienen dificultad para ver cómo la Iglesia sabe amar y perdonar. Usted, testigo del perdón, que ha sabido perdonar incluso al que le hirió físicamente y ha tenido la valentía de pedir perdón por los pecados de la Iglesia, ¿puede iluminarnos sobre este tema tan importante?
3. También vuestra tercera pregunta encuentra respuesta a la luz del amor. Quisiera deciros con gran sinceridad que el perdón es la última palabra que pronuncia quien verdaderamente ama. El perdón es el signo más alto de la capacidad de amar como Dios, que nos ama y por eso nos perdona constantemente. Con vistas al jubileo, ya inminente, ocasión propicia para pedir perdón e indulgencia, he querido que la Iglesia, fortalecida por la enseñanza del Señor Jesús, fuera la primera en renovar el camino de conversión perenne que le es propio, hasta el día en que se presente ante el Señor. Por eso escribí que, en el umbral del tercer milenio, la comunidad eclesial debe asumir «con una conciencia más viva el pecado de sus hijos» (Tertio millennio adveniente, 33).
El camino hacia la Puerta santa es una verdadera peregrinación para quien quiere cambiar de vida y convertirse al Señor con todo su corazón. Al cruzar esa puerta, no hay que olvidar su significado. La Puerta santa indica el ingreso en la vida nueva que nos ofrece Cristo. Sabéis bien que la vida no es una teoría, sino la realidad concreta de todos los días. La vida es un conjunto de gestos, palabras, comportamientos y pensamientos que nos implican y permiten que se nos reconozca por lo que somos.
Queridos muchachos y muchachas de la diócesis de Roma, os agradezco la promesa que me hacéis de esforzaros constantemente por ser también vosotros signos vivos de reconciliación y perdón. Son muchas las ocasiones que, sobre todo a vuestra edad, se os ofrecen para dar testimonio de amistad sincera y desinteresada. Multiplicad estas ocasiones y crecerá en vosotros la alegría, don de la presencia de Cristo; alegría que estáis llamados a comunicar a cuantos os conocen y a compartir con ellos. Jesús es el único Salvador del mundo; es la vida que da sentido auténtico a la existencia de todo hombre y de toda mujer.
Queridos jóvenes, no os canséis jamás de plantear preguntas con legítima curiosidad y deseo de aprender. Es normal que a vuestra edad, a la vez que os asomáis al mundo, sintáis el deseo de conocer siempre cosas nuevas e interesantes. Conservad este deseo de comprender la vida; amad la vida, don y misión que Dios os encomienda para cooperar con él en la salvación del mundo.
PALABRAS DEL PAPA AL FINAL DEL ENCUENTRO
Queridos jóvenes:
1. Al término de este encuentro, que ya se ha transformado en una cita anual con los jóvenes de la diócesis de Roma, deseo agradeceros vuestra participación tan numerosa y entusiasta.
Doy las gracias a vuestro representante, que me dirigió el saludo al comienzo, y a los amigos que, en nombre de todos vosotros, me han hecho algunas preguntas esenciales para poder decir «creo», es decir, creo que el Padre me ama. Y doy las gracias una vez más a quienes, de diversos modos, han contribuido a organizar este encuentro de fiesta y reflexión. Agradezco particularmente a la señora Caterina Muntoni su convincente testimonio de perdón, que acabamos de escuchar. Le aseguramos nuestra cercanía y nuestra oración por su hermano, asesinado cruelmente, a la vez que pedimos al Señor el don de numerosas vocaciones sacerdotales para la Iglesia: personas que, como don Graziano, sepan entregarse con gran generosidad a la causa del Evangelio y al servicio de sus hermanos.
2. Antes de dirigirnos al Padre con la oración que Jesús nos enseñó, deseo recordaros una cita y una tarea importantes.
Probablemente ya habéis comprendido a qué cita me refiero: se trata de la XV Jornada mundial de la juventud, que tendrá lugar aquí, en Roma, del 15 al 20 de agosto del año 2000, y cuyo tema es: «El Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros» (Jn 1, 14).
Ojalá nadie falte a esta cita que, ya desde ahora, consideramos un «tiempo de gracia» para los jóvenes. Un tiempo de gracia para vosotros y para todos vuestros coetáneos, que acogeréis en vuestras casas, parroquias, escuelas, institutos religiosos, tiendas de campaña, y en todos los lugares que se os ocurra. Un tiempo de gracia para la Iglesia de Roma, que recibirá un gran beneficio espiritual y pastoral con la presencia de numerosos muchachos y muchachas, que vendrán aquí para compartir y testimoniar su fe al comienzo del nuevo milenio.
Os encomiendo una doble tarea: por una parte, invitar a participar en la Jornada mundial también a vuestros jóvenes amigos que quizá son indiferentes ante la fe, pero que, precisamente por ser jóvenes, buscan la verdad y el bien. El jubileo de los jóvenes será también para ellos una ocasión de gracia y, probablemente, como ya ha sucedido en otras ocasiones análogas, un momento de acercamiento a Cristo y a su Iglesia. Os encomiendo a estos coetáneos vuestros. Os confío, además, la tarea de acoger generosamente a los que vengan desde lejos. Conozco todo lo que están haciendo la diócesis de Roma y el Comité italiano para la Jornada mundial de la juventud, bajo la dirección del Consejo pontificio para los laicos, y me congratulo con ellos por el buen trabajo comenzado. Pero en esta obra hace falta la colaboración y el entusiasmo de todos: sacerdotes, religiosos y religiosas, adultos y jóvenes de las comunidades parroquiales, de los institutos religiosos, de las capellanías universitarias, de los movimientos y de las asociaciones de la diócesis. Deseo que muchas familias abran las puertas de sus casas a los jóvenes del mundo, para darles a conocer el gran corazón de los romanos. Estoy seguro de que los jóvenes romanos no serán menos generosos que los franceses de París, que los filipinos, que los americanos de Denver, y que todos los demás, incluidos los jóvenes polacos de Czêstochowa. La palabra Roma, leída al revés, se pronuncia «amor». ¡Ojalá que todos experimenten este «amor» romano!
3. Para prepararos a acoger a vuestros coetáneos, que llegarán desde muchas naciones del mundo, procurad redescubrir vosotros mismos los numerosos lugares de santidad y espiritualidad cristiana que custodia Roma. Así, podréis visitarlos con los amigos que vengan y, junto con ellos, profundizar la fe, transmitida a los largo de los siglos por generaciones de creyentes que a veces la han defendido y testimoniado al precio de su sangre. Se trata de la fe de ayer, de hoy y de siempre, que avanzará, también gracias a vosotros, en el nuevo milenio.
Hoy se da una feliz coincidencia: la Jornada de los jóvenes romanos coincide con la solemnidad de la Anunciación del Señor. Quiero deciros que esta solemnidad, este misterio, abrió el horizonte para toda la humanidad, pues con la Anunciación Dios mismo nos comunicó su venida, la venida de su Hijo, su ingreso en la historia del hombre. Así, la Anunciación nos recuerda esta gran apertura de horizontes en la historia del destino mismo de la humanidad. Por tanto, es providencial que esta solemnidad haya coincidido con vuestra reunión romana.
Sólo unas palabras más, las últimas. Por un motivo preciso rezamos tres veces al día el Ángelus. No se trata sólo de una tradición; es realmente una práctica que tiene un profundo fundamento. Rezamos tres veces al día el Ángelus para recordar el horizonte que nos abrió la Anunciación: «El ángel del Señor anunció a María (...) y el Verbo se hizo carne». Lo rezamos para recordar la perspectiva en que vivimos: una perspectiva creada por Dios mismo, en la que entra el Hijo de Dios que se hizo hombre. Esta verdad es fuente de gran confianza. Y vosotros, jóvenes, debéis tener confianza. Por eso, os digo también: tratad de rezar, cuando sea posible, el Ángelus Domini.
DOMINGO DE RAMOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO IIXIV
Jornada mundial de la juventud 28 de marzo de 1999
1. «Cristo se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2, 8).
La celebración de la Semana santa comienza con el «¡Hosanna!» de este domingo de Ramos, y llega a su momento culminante en el «¡Crucifícalo!» del Viernes santo. Pero no se trata de un contrasentido; es, más bien, el centro del misterio que la liturgia quiere proclamar: Jesús se entregó voluntariamente a su pasión, no se vio obligado por fuerzas superiores a él (cf. Jn 10, 18). Él mismo, escrutando la voluntad del Padre, comprendió que había llegado su hora, y la aceptó con la obediencia libre del Hijo y con infinito amor a los hombres.
Jesús llevó nuestros pecados a la cruz, y nuestros pecados llevaron a Jesús a la cruz: fue triturado por nuestras culpas (cf. Is 53, 5). A David, que buscaba al responsable del delito que le había contado Natán, el profeta le responde: «Tú eres ese hombre» (2 S 12, 7). La palabra de Dios nos responde lo mismo a nosotros, que nos preguntamos quién hizo morir a Jesús: «Tú eres ese hombre». En efecto, el proceso y la pasión de Jesús continúan en el mundo actual, y los renueva cada persona que, cayendo en el pecado, prolonga el grito: «No a éste, sino a Barrabás. ¡Crucifícalo!».
2. Al contemplar a Jesús en su pasión, vemos como en un espejo los sufrimientos de la humanidad, así como nuestras situaciones personales. Cristo, aunque no tenía pecado, tomó sobre sí lo que el hombre no podía soportar: la injusticia, el mal, el pecado, el odio, el sufrimiento y, por último, la muerte. En Cristo, Hijo del hombre humillado y sufriente, Dios ama a todos, perdona a todos y da el sentido último a la existencia humana.
Nos encontramos aquí, esta mañana, para recoger este mensaje del Padre que nos ama. Podemos preguntarnos: ¿qué quiere de nosotros? Quiere que, al contemplar a Jesús, aceptemos seguirlo en su pasión, para compartir con él la resurrección. En este momento nos vienen a la memoria las palabras que Jesús dijo a sus discípulos: «El cáliz que yo voy a beber, también vosotros lo beberéis y seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado» (Mc 10, 39). «Si alguno quiere venir en pos de mí, (...) tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará» (Mt 16, 24-25).
El «Hosanna» y el «Crucifícalo» se convierten así en la medida de un modo de concebir la vida, la fe y el testimonio cristiano: no debemos desalentarnos por las derrotas, ni exaltarnos por las victorias, porque, como sucedió con Cristo, la única victoria es la fidelidad a la misión recibida del Padre: «Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 9).
3. La primera parte de la celebración de hoy nos ha hecho revivir la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. ¿Quién intuyó, en aquel día fatídico, que Jesús de Nazaret, el Maestro que hablaba con autoridad (cf. Lc 4, 32), era el Mesías, el hijo de David, el Salvador esperado y prometido? Fue el pueblo, y los más entusiastas y activos en medio del pueblo fueron los jóvenes, que se convirtieron así, en cierto modo, en «heraldos» del Mesías. Comprendieron que aquella era la hora de Dios, la hora anhelada y bendita, esperada durante siglos por Israel, y, llevando ramos de olivo y de palma, proclamaron el triunfo de Jesús.
Continuando espiritualmente ese acontecimiento, se celebra desde hace ya catorce años la Jornada mundial de la juventud, durante la cual los jóvenes, reunidos con sus pastores, profesan y proclaman con alegría su fe en Cristo, se interrogan sobre sus aspiraciones más profundas, experimentan la comunión eclesial, confirman y renuevan su compromiso en la urgente tarea de la nueva evangelización.
Buscan al Señor en el centro del misterio pascual. El misterio de la cruz gloriosa se convierte para ellos en el gran don y, al mismo tiempo, en el signo de la madurez de la fe. Con su cruz, símbolo universal del amor, Cristo guía a los jóvenes del mundo a la gran «asamblea» del reino de Dios, que transforma los corazones y la sociedad.
¿Cómo no dar gracias al Señor por las Jornadas mundiales de la juventud, que empezaron en 1985 precisamente en la plaza de San Pedro y que, siguiendo la «cruz del Año santo», han recorrido el mundo como una larga peregrinación hacia el nuevo milenio? ¿Cómo no alabar a Dios, que revela a los jóvenes los secretos de su reino (cf. Mt 11, 25), por todos los frutos de bien y de testimonio cristiano que ha suscitado esta feliz iniciativa?
Esta Jornada mundial de la juventud es la última antes de la gran cita jubilar, última de este siglo y de este milenio; por eso, reviste una importancia singular. Ojalá que, con la contribución de todos, sea una fuerte experiencia de fe y de comunión eclesial.
4. Los jóvenes de Jerusalén aclamaban: «¡Hosanna al Hijo de David!» (Mt 21, 9). Jóvenes, amigos míos, ¿queréis también vosotros, como vuestros coetáneos de aquel día lejano, reconocer a Jesús como el Mesías, el salvador, el maestro, el guía, el amigo de vuestra vida? Recordad: sólo él conoce a fondo lo que hay en todo ser humano (cf. Jn 2, 25); sólo él le enseña a abrirse al misterio y a llamar a Dios con el nombre de Padre, «Abbá»; sólo él lo capacita para un amor gratuito a su prójimo, acogido y reconocido como «hermano» y «hermana».
Queridos jóvenes, salid con gozo al encuentro de Cristo, que alegra vuestra juventud. Buscadlo y encontradlo en la adhesión a su palabra y a su misteriosa presencia eclesial y sacramental. Vivid con él en la fidelidad a su Evangelio, que en verdad es exigente hasta el sacrificio, pero que, al mismo tiempo, es la única fuente de esperanza y de auténtica felicidad. Amadlo en el rostro de vuestro hermano necesitado de justicia, de ayuda, de amistad y de amor.
En vísperas del nuevo milenio, ésta es vuestra hora. El mundo contemporáneo os abre nuevos senderos y os llama a ser portadores de fe y alegría, como expresan los ramos de palma y de olivo que lleváis hoy en las manos, símbolo de una nueva primavera de gracia, de belleza, de bondad y de paz. El Señor Jesús está con vosotros y os acompaña.
5. Todos los años la Iglesia entra con emoción, durante la Semana santa, en el misterio pascual, conmemorando la muerte y la resurrección del Señor.
Precisamente en virtud del misterio pascual, que la engendra, puede proclamar ante el mundo, con las palabras y las obras de sus hijos: «Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 11). ¡Sí! Jesucristo es el Señor. Es el Señor del tiempo y de la historia, el Redentor y el Salvador del hombre. ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna! Amén.
ÁNGELUS
Domingo de Ramos, 28 de marzo de 1999
XIV Jornada Mundial de la Juventud
Dirijo un saludo cordial a los peregrinos de lengua italiana, de modo particular a los jóvenes que han participado en esta celebración. Amadísimos jóvenes romanos e italianos, sé que os estáis preparando con gran empeño para la XV Jornada mundial de la juventud, que tendrá lugar aquí, en Roma, durante el mes de agosto del año 2000. Proseguid por este camino, que implica a las diócesis, las parroquias, las asociaciones y los movimientos, con espíritu de unidad y colaboración. Os corresponderá a vosotros acoger del mejor modo posible a vuestros coetáneos, que llegarán de todas partes del mundo, y darles un testimonio de auténtica fe y fraternidad cordial.
Deseo dar las gracias a la región de la Pulla, que ha regalado los olivos que adornan la plaza de San Pedro y los ramos que han servido para la celebración de esta mañana. Quiera Dios que estos ramos sean el símbolo de la paz a la que aspiran las poblaciones de la región balcánica. En este día, roguemos con fervor al «Príncipe de la paz», que se nos presenta tan inerme, que inspire a todos los que empuñan un arma. Que también en esa parte de Europa la fraternidad y la comprensión prevalezcan sobre las fuerzas del odio. El Papa está con el pueblo que sufre, y grita a todos: ¡siempre es la hora de la paz! Nunca es demasiado tarde para encontrarse y negociar.
Saludos
Saludo con gran afecto a los jóvenes de España y América Latina. Os invito, unidos a toda la Iglesia que se prepara al jubileo del año 2000, a fijar la mirada en Dios Padre y a escuchar con gozo y asombro las palabras de Jesús: «El Padre os ama». Os convoco a todos a participar en la próxima Jornada mundial de la juventud, que se celebrará en Roma el mes de agosto del año 2000.
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