miércoles, 22 de abril de 2009

El Papa y los Jóvenes -


Juan Pablo II habla a los jóvenes sobre:


Alegría


En este encuentro, cuando las sombras de la noche van cayendo, se que queréis orar como los discípulos de Emáus: Señor, el día ya declina, quédate con nosotros (cf. Lc. 24, 28).


Quédate para iluminar nuestras dudas y temores.


Quédate para que fortifiquemos nuestra luz con la tuya.


Quédate para ayudarnos a ser solidarios y generosos.


Quédate para que en un mundo con poca fe y esperanza, nos alentemos los unos a los otros y sembremos fe y esperanza.


Quédate, para que también nosotros aprendamos de Ti a ser luz para los otros jóvenes y para el mundo. (...)


¡Alegría! Mirad a vuestra experiencia y acoged los numerosos gozos que son dones de Dios: salud del cuerpo y vida del Espíritu, generosidad de corazón, admiración de la naturaleza y de las obras del hombre, y plenitud de amistad y amor. Pero aspirad a dones más altos, a la alegría perfecta que Dios revela.


Remontaos al gozo de Abraham, Padre de los creyentes (cf. Jn. 8, 56) Contemplad la alegría de María, "bienaventurada por haber creído", "que exulta de júbilo en Dios su Salvador" (Lc. 1, 45,47). Escuchad a Juan Bautista, el amigo del Esposo (cf. Jn. 3, 29). Mirad a San Francisco, a San Juan Bosco, a todos los Santos.


Y sobre todo contemplad la alegría única de Jesús: es el Hijo muy amado, en El está todo el amor del Padre (cf. Mt. 3, 17). Se regocija al ver revelado el reino a los pequeños (cf. Lc. 10,21) y entrega su vida para dar "a los afligidos el consuelo" (Oración eucarística 4).


Y para vosotros, ¿cuál será vuestra alegría?


Os dice el Señor: "Si alguno me abre la puerta, entrare en su casa y me sentaré a su mesa; yo con él y él conmigo" (cf. Ap. 3, 20). "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt. 18, 20). "Dichosos los pobres. Dichosos los corazones puros que difunden paz, los que tiene hambre y sed de justicia" (cf. Mt. 5, 3-9).


Sí, queridos amigos, situaos en la alegría incluso de sufrir por el nombre de Cristo y sed hermanos con El de los que sufren. Y la resurrección de Cristo os colme del gozo que perdura (cf. Jn. 20,20) con el Espíritu Santo que os ha sido dado (cf. Rm. 5, 5).


Más allá de todos los gozos que iluminan vuestro camino, buscad a Aquel que os da la alegría. "Esa alegría que nadie podrá arrebataros" (Jn. 16,22)


Jubileo de los Jóvenes, Abril de 1984



Libertad


Queridos jóvenes:


La gracia y la paz de Nuestro Señor Jesucristo esté con todos vosotros siempre.


Me siento feliz de recibiros hoy en el Vaticano que ha sido la meta de vuestra marcha. Habéis venido libremente a demostrar vuestro amor a Cristo y a su Iglesia, y reunirnos en su nombre.


La libertad es un gran don que habéis recibido de Dios. Quiere decir que tenéis el poder de decir sí a Cristo. Pero vuestro sí no significaría nada si no pudiérais decir también no. Diciendo sí a Cristo, os entregáis a El; le ofrecéis el corazón, reconocéis su puesto en vuestra vida, ya que por ser hijos de Dios, hermanos y hermanas en Cristo, habéis sido creados para decir sí al amor de Dios. Fue Cristo quien os compró la libertad. Murió para hacernos libres. Sólo Jesús os hace libre. Nos dice Él mismo en el Evangelio de San Juan: "Si el Hijo os librare, seréis verdaderamente libres" (Jn. 8, 36).


El mayor obstáculo de vuestra libertad es el pecado que significa decir no a Dios. Pero Jesucristo Hijo de Dios esta pronto a perdonar todo pecado, y esto es lo que hace en la confesión, en el sacramento de la penitencia. Es el mismo Jesús quien perdona vuestros pecados en la confesión y os devuelve la libertad que perdísteis cuando dijísteis no a Dios. Queridos jóvenes: Amad vuestra libertad y ejercedla diciendo sí a Dios; no la enajeneis. Recobradla cuando la hayáis perdido y reforzadla en la confesión cuando flaquea. Acordaos de las palabras de Jesús: "Si el Hijo os librare, seréis verdaderamente libres".


Jubileo de los Jóvenes, Abril de 1984



Amor


El tercer tema de nuestra reflexión queridos amigos jóvenes, es la fascinante verdad del amor; el amor entre los hombres, el amor con que Dios nos ha amado primero, el amor que en todo momento debemos a Dios y a los otros.


Oid el testimonio del evangelista San Juan: "Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn. 3, 16). Cristo es el amor del Padre hecho carne, "la bondad y el amor de Dios, nuestro salvador hacia los hombres" (Tit. 3, 4); Él incluso durante su gran humillación de la cruz pidió por sus verdugos y los perdonó. En su pasión y muerte. Cristo pasó también el oscuro abismo del amor; Él experimentó la entrega total de la propia persona a causa del amor; del que Él mismo dijo: "Nadie tiene amor mayor que este de dar uno la vida por sus amigos" (Jn. 15, 13)


¡Mirad sobre todo a este Jesús! ¡Mirad a su cruz! Él es en persona lo que la palabra amor significa. Él mismo quiere y debe ser también la medida de vuestro amor. Por eso, su nuevo y mayor mandamiento es: "Que os améis los unos a los otros; como yo os he amado, así, también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor unos para con otros" (Jn. 13, 34-35). Cuán hambriento de amor está el mundo enfermo, hambriento del amor salvífico de Jesucristo del Salvador, El viejo mundo exige un amor que sea joven y que regale energía juvenil. ¡Sed vosotros su mensajeros! ¡Llevad vosotros este amor a los hombres, como habéis llevado la luz de las antorchas por las calles este atardecer! Dejad que el fuego del Espíritu Santo brille en vosotros para llevar al mundo la luz y el calor del amor de Dios.


Jubileo de los Jóvenes, Abril de 1984



Abrid las puertas al Redentor


Muy queridos jóvenes "¡Abrid las puertas al Redentor!" Me viene a los labios espontáneamente este llamamiento que hice al mundo al comienzo de mi pontificado y que después elegí para lema y guía de la celebración de este Año Santo extraordinario. Me salta espontáneamente a los labios esta tarde en este encuentro con vosotros que habéis venido en representación de los jóvenes de todo el mundo. Dáis testimonio de que el mensaje de Cristo no os deja indiferentes. Intuís que en su palabra puede estar la respuesta que vais buscando ansiosamente. Aun en medio de interrogantes y dudas, perplejidades y desánimos, percibís en lo hondo de vuestro corazón que Él posee la clave capaz de resolver el enigma que anida hoy en todo ser humano. No os hubierais puesto en camino hacia Roma, si no os hubiera espoleado este atisbo en el que vibra ya el gozo de un descubrimiento que puede dotar de sentido y meta a toda una vida.


Amadísimos hermanos. A Cristo se le descubre dejándole caminar junto a nosotros en nuestro camino. Es ésta mi invitación: dejad queridísimos jóvenes que Cristo se ponga a vuestro lado con la palabra de su Evangelio y la energía vital de sus sacramentos. La suya es presencia exigente. Puede parecer una presencia incómoda al principio, y podéis sentiros tentados de rechazarla. Pero si tenéis el coraje de abrirle las puertas del corazón y acogerlo en la vida, descubriréis en Él el gozo de la verdadera libertad, que os da la posibilidad de construir vuestra existencia sobre la única realidad capaz de resistir al desgaste del tiempo y de lanzaros más allá de las fronteras de la muerte, la realidad indestructible del amor.


Jubileo de los Jóvenes, Abril de 1984



Denunciar la Cultura de Muerte, anunciar la Cultura de Vida


Un problema real de la vida es el de verificar ante todo, cuál es el puesto de la juventud en el mundo presente. Pero prefiero en vez de hablar en abstracto, dirigirme directamente a vosotros y dialogar con vosotros: hablaré pues, de vuestro puesto, y diré sin vacilaciones que está garantizado, os está "reservado", es vuestro con todo derecho por la sencilla y elemental razón del recambio generacional.


Donde están hoy los adultos o los ancianos, ahí estaréis un día vosotros mismos y, por añadidura, en un porvenir que el desarrollo tecnológico y la legislación social, que nadie puede detener, hacen más cercano de lo que se cree. Es una afirmación casi banal decir que el futuro es de los jóvenes aun cuando también se da por descontado de la misma manera que no podrán construir este futuro sin asumir la heredad de las generaciones precedentes, sin "honrar al padre y a la madre" (cf. Dt. 5, 16) que les han transmitido el don de la vida con los valores y los ideales más entrañables para ellos.


Pero la pregunta se vuelve más sutil e insidiosa, desde momento en que de una meta que no esta lejana, o cada vez nos lejana ("tendréis un día el puesto que os corresponde") se pasa a la actualidad ¿cuál es el puesto que tenéis ahora, en cuanto jóvenes? efectivamente aquí puede surgir alguna duda ante la evidencia de ciertos hechos, ¿cómo negar, por ejemplo que a veces el mundo de los adultos tiende a excluir a los más jóvenes? ¿Cómo negar que hay en el mundo moderno muchas amenazas y peligros que los jóvenes advierten con mayor lucidez e inmediación y como por instinto? Ante tales amenazas ¿Cómo desentenderse del interrogante crucial de nuestros días acerca del sentido general de la vida: a donde va el mundo? y ¿a dónde llegará el progreso técnico-científico con los innegables peligros que comporta? ¿y cómo excluir la locura que lo trastorna todo en un conflicto nuclear?


Vosotros os sentís amenazados por un sociedad que no habéis elegido, una sociedad que no habéis construido, pero que sin embargo formáis parte de ella con responsabilidades crecientes. Esta sociedad parece volverse loca cuando moviliza todas sus energías para lanzarse a lo que constituye su destrucción. El progreso científico y tecnológico aparentemente ha hecho al hombre dueño del mundo material. La experiencia demuestra por desgracia que no se trata de un domino científico neutro, como han pensado algunos. Efectivamente el hombre moderno tiene la tentación de considerarlo todo como un objeto de manipulación y con frecuencia ha terminado por situarse también a sí mismo entre dichos objetos ¡Esta es la gran amenaza de nuestra época!
En vosotros está queridos jóvenes, con esa atenta ponderación que pueden conjuntarse muy bien con vuestro natural entusiasmo, ofrecer una aportación personal a la superación de situaciones que no satisfacen, sacando inspiración de vuestra fe y fuerza de vuestro dinamismo. Vosotros lo podéis hacer, manteniendo abierto el dialogo con los adultos y hablándoles con franquezas, libre de toda acritud: Nosotros -les diréis- reconocemos y sacamos provecho de lo que nos ofrecéis, nosotros no os acusamos de los frutos y "conforts" del progreso; no negamos vuestros méritos; pero os pedimos poder esta a vuestro lado para eliminar ciertas aberraciones, para superar las injusticias persistentes. Queremos que el progreso sea positivo y no mortífero; que sea de todos y para todos, no sólo para algunos; que sirva a la causa de la paz, y no a la de la guerra; que promueva hacia lo alto la autenticidad de la humanitas y no rebaje ni degrade -nunca jamás- el divino destello en el hombre.


Algunos de vosotros se sienten ignorados y marginados; no aceptamos soluciones que sean trámite y factor de decadencia, queremos ofreceros la fuerza de nuestra esperanza. La carga vital que hay en nosotros y es don de Dios, está disponible para una utilización que esté siempre en favor del hombre y nunca contra el hombre.


Jubileo de los Jóvenes, Abril de 1984



Construir un mundo más humano


¿Y qué os corresponde a vosotros, queridos jóvenes? Yo diría, de acuerdo con todo lo que acabo de insinuar, que os corresponde una especie de función profética: podéis desarrollar una acción de denuncia contra los males de hoy, hablando ante todo contra esa difundida "cultura de muerte" que, al menos en ciertos contextos étnico-sociales (afortunadamente no en todas partes); se manifiesta como un peligroso plano inclinado de resbalamiento y de ruina. Mirad es un derecho-deber vuestro reaccionar contra dicha cultura: vosotros debéis apreciar siempre y esforzaros por hacer apreciar la vida, rechazando las violaciones sistemáticas que comienzan con la supresión del que va a nacer, se desarrollan con las innúmeras violencias de las guerras, llegan a la exclusión de los inhábiles y de los ancianos, para terminar en la solución final de la eutanasia. Os corresponde a vosotros en virtud de la innata sensibilidad que tenéis por los valores que Cristo ha anunciado, en virtud de vuestra alegría a los compromisos, afanaros, juntamente con quienes son mayores que vosotros y que no se han resignado a tales compromisos, para que se superen las injusticias persistentes y todas sus prometeiformes manifestaciones, las cuales, lo mismo que los males antes citados, tiene su raíz en el corazón del hombre.


Por otra parte, todo esto no tendría sentido, si no supieseis afrontar también una valiente autodenuncia, individuando los límites de todo lo que tienen de excesivo ciertas reclamaciones, venciendo la tentación, a veces insistente y siempre irracional, de la contestación total y de la aversión ciega. A vosotros os corresponde verificar si algún bacilo de esa "cultura de muerte" por ejemplo, la droga, el recurso al terror, el erotismo, las múltiples formas del vicio anida también dentro de vosotros y este allí contaminando y destruyendo -¡desgraciadamente!- vuestra juventud.


Os lo repito de nuevo, querídisimos jóvenes: no cedáis a la "cultura de muerte". Elegid la vida. Alineaos con cuantos no aceptan rebajar su cuerpo al rango de objeto. Respetad vuestro cuerpo. Formad parte de vuestra condición humana: es templo del Espíritu Santo. Os pertenece porque os lo ha donado Dios. No se os ha donado como un objeto del que podéis usar y abusar. Forma parte de vuestra persona como expresión de vosotros mismos, como un lenguaje para entrar en comunicación con los otros en un diálogo de verdad, de respeto, de amor. Con vuestro cuerpo podéis expresar la parte más secreta de vuestra alma, el sentido más personal de vuestra vida: vuestra libertad, vuestra vocación "¡Glorificad a Dios en vuestro cuerpo"! (1 Cor. 6, 20)


Y glorificadlo en vuestra vida. Queridísimos jóvenes, no lo olvidéis: vuestra denuncia respecto a las contradicciones del mundo de los adultos será tanto más eficaz y creíble, cuanto mejor sepáis daros a vosotros mismos, los primeros, el ejemplo de una voluntad templada en la rectitud y en la honestidad de una iniciativa madura, de una coherente fidelidad a las líneas positivas de la vida y a los valores constantes que se llaman religiosidad, libertad, justicia, laboriosidad, corrección, colaboración, paz.


No basta denunciar: hay que hacer. Hay que comprometerse en primera persona, juntamente con todos los hombres de buena voluntad, en la construcción de un mundo que sea realmente a medida del hombre, más aún, a medida de los hijos de Dios. Con esperanza renovada cada día, debéis luchar, al lado de quienes antes que vosotros emprendieron ya batalla, para reparar el mal, consolar a los afligidos, ofrecer la palabra de la esperanza que puede convertir los corazones y llevar a bendecir en vez de maldecir, a amar en vez de odiar. De este modo, seréis testigos de la luz de Cristo en un mundo donde las tinieblas del mal continúan insinuando peligrosamente a los corazones humanos.


Vuestro valor y vuestra fuerza serán tanto mayores cuanto mejor comprendáis que, en este combate entre la luz y las tinieblas, no nos corresponde determinar cuáles deben ser sus desarrollos y, mucho menos, cuál debe ser su compromiso. Sólo nos corresponde realizar en él nuestra parte con lealtad y coherencia, contando con la fuerza de Cristo resucitado, hasta que el Padre, que guía la historia hacia su trascendente destino juzgue que ha llegado la plenitud de los tiempos.


Jubileo de los Jóvenes, Abril de 1984



La verdadera Juventud


Si sabéis mirar el mundo con los ojos nuevos, que os da la fe, entonces sabréis salir a su encuentro con las manos tendidas en un gesto de amor. Sabréis descubrir en él, en medio de tanta miseria y tanta injusticia, presencias insospechadas de bondad, fascinadoras perspectivas de belleza, motivos fundados de esperanza en un mañana mejor. Si dejáis que la Palabra de Dios entre en vuestro corazón y lo renueve comprenderéis que no es necesario rechazar todo lo que los adultos, y en particular vuestros padres, os han transmitido. Sólo hay que discernir con sabiduría cada cosa, para descartar lo que es caduco y conservar lo que es válido y duradero. Más aún, descubriréis cuánta gratitud debéis a los que os han precedido, porque también ellos han esperado, luchado, sufrido. Y todo esto lo han hecho por vosotros. Ésta es, en efecto, la verdad: las jóvenes generaciones de ayer, las de vuestros padres y vuestros abuelos, afrontaron fatigas, dolores, renuncias por vosotros, con la esperanza de que se os ahorrasen las pruebas que se abatieron sobre ellos. Quizá no han conseguido transmitirnos la mejor parte de sí. Pero, si abrís los ojos, descubriréis el amor que ha inspirado sus intentos y podréis reconocer en el pasado una fuerza más que un peso: una propuesta y una posibilidad más que un condicionamiento.


Si sabéis responder a la llamada de Dios descubriréis -y muchos de vosotros sin duda lo han hecho- que la verdadera juventud es la que da Dios mismo. No la de la edad, anotada en el registro oficial, sino la que desborda de un corazón renovado por Dios. Descubriréis que el más joven puede ponerse al lado del mayor que él y entablar un diálogo dando y recibiendo algo con enriquecimiento recíproco y alegría siempre nueva.


Descubriréis que el más pobre, el más probado en el propio cuerpo, el más desprovisto humana y socialmente, puede ser en realidad el primero en el reino de los cielos, puede ser aquél o aquella de cuya mediación se sirve Dios para traer la salvación al mundo. Descubriréis que un enfermo, un moribundo puede unir su vida a la de Cristo y contribuir a cambiar el curso de las cosas lo mismo que el más fuerte y el más sabio. Descubriréis dónde está la verdadera fuerza que puede transformar el mundo.


La verdadera fuerza está en Cristo, el Redentor del mundo. Este es el punto central de todo el discurso. Y éste es el momento de plantear la pregunta crucial: Este Jesús que fue joven como vosotros, que vivió ejemplarmente en una familia y conoció a fondo el mundo de los hombres, ¿quién es para vosotros? ¿Es sólo un hombre, un gran hombre, un reformador social? ¿Es sólo un profeta mal comprendido entre los suyos (cf. Jn. 1, 11) , y contestado en su tiempo (cf. Lc. 2, 34), y, por esto, condenado a muerte? ¿O no es, más bien, el "Hijo del hombre", esto es, el hombre por excelencia, que en la realidad de la carne asume y resume las vicisitudes, las tribulaciones de los hombres sus hermanos, y a la vez, como "Hijo de Dios", las rescata y redime todas? Yo sé que Cristo hombre y Dios es para vosotros el punto supremo de referencia. ¡Lo sé!.


En el pórtico de la pasión que la liturgia pascual va a conmemorar, sentimos resonar precisamente en el Evangelio de hoy, entre las líneas de una cínica trama, la arcana palabra de Caifás que pensaba sacrificar al inocente "para que no perezca la nación entera. Esto -observa el Evangelista psicólogo- no lo dijo por propio impulso, sino que... habló proféticamente anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos" (Jn. 11, 50-51)


Esta profecía, queridos jóvenes, se ha cumplido. Cristo murió por los hombres, por los hombres de todas las generaciones que se suceden en la faz de la tierra. Cristo murió y con su muerte ha reunido, hermanándolos, a los hijos de Dios. La redención humana es obra suya: la unidad de los hombres es obra suya; y una y otra tienen un valor universal y duran para siempre, porque se alimentan en la inagotable virtud de su resurrección.


Es esencial, pues, creer en Cristo hombre y Dios: en Cristo muerto y resucitado; en Cristo redentor y que recapitula toda la humanidad. Si es viva e inquebrantable vuestra adhesión a Él, os resultará más fácil resolver los problemas -pequeños y grandes- que se presentan en nuestra vida, tanto de individuos como de representantes de la nueva generación. En toda circunstancia de la vida jamás olvidéis que Dios amó tanto al mundo que dio su Hijo unigénito para nosotros (cf. Jn. 3, 16). Buscad en vuestra fe las razones de esperar y el modelo de reaccionar, que es propio de los discípulos de Cristo.


Vigorizad, pues, vuestra fe; revividla si es débil. ¡Abrid las puertas a Cristo! Abrid vuestros corazones a Cristo, acogedlo como compañero guía de vuestro camino.


En su nombre, estaréis en disposición de preparar un porvenir más sereno, más humano para vosotros y para vuestros hermanos. Está en vosotros, sobre todo en vosotros, consagrarle el tercer milenio, que ya se perfila en el horizonte humano.


Amadísimos jóvenes de lengua española: Vuestra presencia en Roma durante estos días del Jubileo, ha sido una abierta profesión de fe en Cristo: Él no es solamente un gran hombre o un reformador social. Es el Hijo de Dios que se hizo hombre como nosotros. Él es el Redentor del hombre, que con su muerte ha redimido a todos haciéndolos hijos de Dios. Avivad vuestra fe en Cristo, queridos jóvenes, y sacad de Él inspiración para vuestra vida. El mundo ofrece tantos ejemplos de mal, de injusticia, de opresión del hombre, de muerte y amenazas de catástrofes. Vosotros debéis denunciar el mal, pero sobre todo debéis vivir el bien; debéis denunciar la cultura de muerte que aflige al mundo con la eliminación de tantos seres aún no nacidos, con la guerra, con la marginación de los inhábiles y ancianos. Frente a todo ello, elegid la vida, y no sucumbáis a la cultura de muerte que es también la droga, el terrorismo, el erotismo y otras formas de vicio. Pedid vuestro puesto en la sociedad, pero sabed colaborar con las generaciones pasadas, que lucharon como vosotros y por vosotros. En una palabra: Abrid el corazón a Cristo. Y con la fe y amor a Él, hacedle vuestro compañero de viaje, trabajando para que el próximo milenio sea más pacífico, más justo, más moral y solidario.


Jubileo de los Jóvenes, Abril de 1984



María y Tú


El largo y silencioso itinerario de la Virgen que se inició con el "Fiat" gozoso de Nazaret y se cubrió de oscuros presagios en la presentación del Primogénito en el templo, encontró en el Calvario su coronamiento salvífico. "La Madre miraba con ojos de piedad las llagas del Hijo, de quien sabía que iba a venir la redención del mundo" (ib., 49). Crucificada con el Hijo crucificado (cf. Gál 2, 20), contemplaba con angustia de Madre y con heroica fe de discípula, la muerte de su Dios; "consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado" (Lumen Gentium, 58) para ese Sacrificio.


Entonces pronunció su último "Fiat", cumpliendo la voluntad del Padre en favor nuestro y acogiéndonos a todos como a hijos, en virtud del testamento de Cristo: "Mujer, he ahí a tu hijo" (Jn 19, 26)."He ahí a tu Madre", dijo; "y el discípulo la acogió en su casa" (Jn 19, 27): el discípulo virgen acogió a la Virgen Madre como su luz, su tesoro, su bien, como el don más querido heredado del Señor. Y la amó tiernamente con corazón de hijo. "Por esto, no me maravillo -escribe Ambrosio- de que haya narrado los divinos misterios mejor que los otros aquel que tuvo frente a sí a la morada de los misterios celestes" (Ambrosio, ib., 50).


Jóvenes: Acoged también vosotros a María en vuestro corazón y en vuestra vida: que sea Ella la idea inspiradora de vuestra fe, la estrella luminosa de vuestro camino pascual, para construir un mundo nuevo en la luz del Resucitado, esperando la Pascua eterna del reino.


Jubileo de los Jóvenes, Abril de 1984



No hay comentarios:

Publicar un comentario