«Como el Padre me envió, también yo os envío»
(Jn 20,21)
27 de marzo de 1994 - Roma Celebración diocesana Domingo de Ramos
MENSAJE DEL SANTO PADRE PARA LA IX Y LA X JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
"Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).
Amadísimos jóvenes:
1. "La paz con vosotros" (Jn 20, 19). Es el saludo, lleno de significado, con que el Señor resucitado se presenta a sus discípulos, temerosos y desconcertados después de su pasión.
Con la misma intensidad y profundidad de sentimientos me dirijo ahora a vosotros, mientras nos preparamos para celebrar la IX y la X Jornada mundial de la juventud, que tendrán lugar, como es ya feliz costumbre, el domingo de Ramos de 1994 y 1995, mientras que el gran encuentro internacional que reúne a jóvenes de todo el mundo en torno al Papa se celebrará en Manila, capital de Filipinas, en enero de 1995.
En los anteriores encuentros que han marcado nuestro itinerario de reflexión y oración, como los discípulos, hemos tenido la posibilidad de ver -que significa también creer y conocer, casi tocar (cf. 1 Jn 1, 1)- al Señor resucitado.
Lo vimos y acogimos como maestro y amigo en Roma en 1984 y 1985, cuando emprendimos la peregrinación desde el centro y corazón de la catolicidad para dar razón de nuestra esperanza (cf. 1 P 3, 15), llevando su cruz por los caminos del mundo. Le pedimos con insistencia que permaneciera con nosotros en nuestro camino diario.
Lo vimos en Buenos Aires en 1987 cuando, junto con los jóvenes de todos los continentes, y en especial de América Latina, "conocimos el amor que Dios nos tiene, y creímos en él" ( Jn 4, 16) y proclamamos que su revelación, como un sol que ilumina y calienta, alimenta la esperanza y renueva la alegría del trabajo misionero para construir la civilización del amor.
Lo vimos en Santiago de Compostela en 1989, donde descubrimos su rostro y lo reconocimos como camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6), meditando con el apóstol Santiago en las antiguas raíces cristianas de Europa.
Lo vimos en 1991 en Czestochowa, cuando, una vez derribadas las barreras, todos juntos, jóvenes del Este y del Oeste, bajo la mirada amorosa de nuestra Madre celestial, proclamamos la paternidad de Dios por medio del Espíritu y nos reconocimos, en él, como hermanos: "Recibisteis un espíritu de hijos" (Rm 8, 15).
Lo vimos más recientemente en Denver, en el centro de Estados Unidos de América, donde lo tratamos de descubrir en el rostro del hombre contemporáneo, en un marco muy diferente al de las etapas anteriores, pero no menos exaltante por la profundidad de su contenido, experimentando y gustando el don de la vida en abundancia: "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).
Mientras conservamos en los ojos y en el corazón el espectáculo maravilloso e inolvidable de ese gran encuentro entre las Montañas Rocosas, reanudamos nuestra peregrinación, teniendo como próxima etapa Manila, en el vasto continente asiático, encrucijada de la X Jornada mundial de la juventud.
El anhelo de ver al Señor anida siempre en el corazón del hombre (cf. Jn 12, 21) y lo impulsa sin cesar a buscar su rostro. También nosotros, al ponernos en camino, manifestamos esa nostalgia y, con el peregrino de Sión, repetimos: "Tu rostro busco, Señor" (Sal 27, 8).
El Hijo de Dios sale a nuestro encuentro, nos acoge, se nos manifiesta y nos repite lo mismo que dijo a sus discípulos la tarde de Pascua: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).
Una vez más, quien convoca a los jóvenes de todo el mundo es Jesucristo, centro de nuestra vida, raíz de nuestra fe, razón de nuestra esperanza y manantial de nuestra caridad.
Llamados por él, los jóvenes de todos los rincones del planeta se interrogan acerca de su propio compromiso en favor de la nueva evangelización, para continuar la misión confiada a los Apóstoles y en la que todo cristiano, en virtud de su bautismo y de su pertenencia a la comunidad eclesial, está llamado a participar.
2. La vocación y el compromiso misionero de la Iglesia brotan del misterio central de nuestra fe: la Pascua. En efecto, "al atardecer de aquel día", se presentó Jesús en medio de los discípulos, atrincherados tras las puertas cerradas "por miedo a los judíos" (Jn 20, 19).
Después de haber manifestado su amor sin límites abrazando la cruz y ofreciéndose en sacrificio de redención por todos los hombres -él mismo había dicho: "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Jn 15, 13)-, el Maestro divino vuelve a los suyos, a los que había amado más intensamente y con los que había pasado su vida terrena.
Es un encuentro extraordinario, en el que sus corazones se sienten felices por tener nuevamente presente a Cristo, después de los acontecimientos de su trágica pasión y de su gloriosa resurrección. "Los discípulos se alegraron de ver al Señor" (Jn 20, 20).
Encontrarse con él inmediatamente después de su resurrección, significó para los Apóstoles comprobar que su mensaje no era falso, que sus promesas no habían quedado escritas en la arena. Él, vivo y resplandeciente de gloria, constituye la prueba del amor todopoderoso de Dios, que cambia radicalmente el curso de la historia y de nuestra existencia.
El encuentro con Jesús es, por tanto, un acontecimiento que da sentido a la existencia del hombre y la trastorna, abriendo el alma a horizontes de auténtica libertad.
También nuestro tiempo se coloca después de la Resurrección. Es "el tiempo favorable", "el día de la salvación" (2 Co 6, 2).
El Resucitado vuelve a nosotros con la plenitud de la alegría y con una sobreabundante riqueza de vida. La esperanza se convierte en certeza, porque, si él ha vencido a la muerte, también nosotros podemos esperar triunfar un día en la plenitud de los tiempos, contemplando de modo definitivo a Dios.
3. Pero el encuentro con el Señor resucitado no refleja sólo un momento de alegría individual. Es, más bien, una ocasión en que se manifiesta en toda su amplitud la llamada que ha recibido todo ser humano. Fuertes en la fe en Cristo resucitado, estamos todos invitados a abrir de par en par las puertas de la vida, sin miedos ni titubeos, para acoger la Palabra, que es camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6), y proclamarla valientemente al mundo entero.
La salvación, que se nos ha ofrecido, es un don que no se puede tener celosamente escondido. Es como la luz del sol, que por su misma naturaleza disipa las tinieblas; es como el agua de un manantial limpio, que brota incontenible del centro de la roca.
"Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). Jesús, enviado por el Padre a la humanidad, da a todo creyente la plenitud de la vida (cf. Jn 10, 10), como meditamos y proclamamos con ocasión de la reciente Jornada de Denver.
Su Evangelio debe hacerse comunicación y misión. La vocación misionera compromete a todo cristiano, se convierte en la esencia misma de todo testimonio de fe concreto y vital. Se trata de una misión que brota del proyecto del Padre, designio de amor y de salvación que se realiza con la fuerza del Espíritu, sin el cual cualquier iniciativa apostólica nuestra está destinada al fracaso. Precisamente para que sus discípulos puedan realizar esa misión, Jesús les dice: "Recibid el Espíritu Santo" (Jn 20, 22). Así transmite a la Iglesia su misma misión salvífica, para que el misterio pascual siga llegando a todo hombre, en todo tiempo, en cualquier latitud del planeta.
Sobre todo vosotros, los jóvenes, estáis llamados a convertiros en misioneros de esta nueva evangelización, dando a diario testimonio de la Palabra que salva.
4. Vosotros experimentáis personalmente las inquietudes de esta época de la historia, rica de esperanzas e incertidumbres, en la que a veces es fácil perder el camino que lleva al encuentro con Cristo.
Numerosas son, en efecto, las tentaciones de nuestros días, las seducciones que pretenden apagar la voz divina que resuena dentro del corazón de cada persona.
La Iglesia se presenta al hombre de nuestro siglo, a todos vosotros, queridos jóvenes que sentís hambre y sed de verdad, como compañera de viaje. Os ofrece el eterno mensaje evangélico y os confía una tarea apostólica exaltante: ser los protagonistas de la nueva evangelización.
Fiel guardiana e intérprete del patrimonio de fe que Cristo le transmitió, desea dialogar con las nuevas generaciones; quiere responder a sus necesidades y expectativas para buscar, en un diálogo franco y abierto, los sentimientos más oportunos para llegar a los manantiales de la salvación divina.
La Iglesia confía a los jóvenes la tarea de proclamar al mundo la alegría que brota de haberse encontrado con Cristo. Queridos amigos, dejaos seducir por Cristo; aceptad su invitación y seguidlo. Id y anunciad la buena nueva que redime (cf. Mt 28, 19); hacedlo con la felicidad en el corazón y convertíos en comunicadores de esperanza en un mundo que a menudo sufre la tentación de la desesperación, comunicadores de fe en una sociedad que a veces parece resignarse a la incredulidad; y comunicadores de amor en medio de los acontecimientos diarios, con frecuencia marcados por la lógica del egoísmo más desenfrenado.
5. Para poder imitar a los discípulos que, impulsados por el soplo del Espíritu, proclamaron sin titubeos su fe en el Redentor que ama a todos y quiere que todos se salven (cf. Hch 2, 22-24. 32-36), es preciso convertirse en hombre nuevos, renunciando al hombre viejo que llevamos dentro y dejándonos renovar a fondo por la fuerza del Espíritu del Señor.
Cada uno de vosotros es enviado al mundo, especialmente a vuestros propios coetáneos, a comunicarles, con el testimonio de vuestra vida y vuestras obras, el mensaje evangélico de la reconciliación y la paz: "En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!" (2 Co 5, 20).
Esta reconciliación es, ante todo, el destino individual de todo cristiano que encuentra y renueva continuamente su propia identidad de discípulo del Hijo de Dios en la oración y en la participación en los sacramentos, especialmente en los de la penitencia y la Eucaristía.
Pero ése es también el destino de toda la familia humana. Ser hoy misioneros en medio de nuestra sociedad significa utilizar lo mejor posible los medios de comunicación para esa tarea religiosa y pastoral.
Si os convertís en ardientes comunicadores de la Palabra que salva y testigos de la alegría de la Pascua, seréis también constructores de paz en un mundo que busca esa paz como una utopía, olvidando a menudo sus raíces profundas. Las raíces de la paz, como bien sabéis, están dentro del corazón de cada uno, si sabe acoger el deseo del Redentor resucitado: "La paz con vosotros" (Jn 20, 19).
Ante la cercanía del tercer milenio cristiano, a vosotros los jóvenes se os ha confiado de manera especial la tarea de convertiros en comunicadores de esperanza y artífices de paz (cf. Mt 5, 9) en un mundo cada vez más necesitado de testigos creíbles y de anunciadores coherentes. Sabed hablar al corazón de vuestros coetáneos que tienen sed de verdad y felicidad, y buscan incesantemente a Dios, aunque a menudo sea de forma inconsciente.
6. Amadísimos jóvenes de todo el mundo, a la vez que con este Mensaje se inaugura oficialmente el camino hacia la IX y la X Jornada mundial de la juventud, deseo renovar mi afectuoso saludo a cada uno de vosotros, y en especial a cuantos viven en Filipinas, pues en 1995 el encuentro mundial de los jóvenes con el Papa se celebrará por primera vez en el continente asiático, rico en tradiciones y cultura. A vosotros, jóvenes de Filipinas, corresponde preparar esta vez una acogida a vuestros numerosos amigos del mundo entero. Esa Iglesia joven de Asia está llamada de manera especial a dar, en la cita de Manila, un testimonio vivo y ferviente de fe. Espero que sepa aceptar este don que Cristo mismo le va a ofrecer.
A todos vosotros, jóvenes del mundo entero, os dirijo la invitación a poneros espiritualmente en camino hacia las próximas Jornadas mundiales. Acompañados y guiados por vuestros pastores, dentro de las parroquias y las diócesis, en las asociaciones, movimientos y grupos eclesiales, preparaos para aceptar las semillas de santidad y de gracia que el Señor de seguro os concederá con gran abundancia.
Espero que la celebración de estas Jornadas sea para todos vosotros ocasión privilegiada de formación y de crecimiento en el conocimiento personal y comunitario de Cristo; que os impulse interiormente a consagraros en la Iglesia al servicio de vuestros hermanos para construir la civilización del amor.
Encomiendo a María, la Virgen presente en el cenáculo, la Madre de la Iglesia (cf. Hch 1, 14), la preparación y el desarrollo de las próximas Jornadas mundiales: que ella nos comunique el secreto de cómo acoger a su Hijo en nuestra vida para hacer lo que él nos diga (cf. Jn 2, 5).
Os acompañe mi cordial y paterna bendición.
Vaticano, 21 de noviembre de 1993, solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, rey del universo.
ENCUENTRO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II CON LOS JÓVENES DE ROMA COMO PREPARACIÓN PARA LA IX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
Sala Pablo VIJueves 24 de marzo de 1994
Con nuestro corazón aún nos encontramos en Denver. Se siente aquí ese clima americano, la última etapa de la Jornada mundial de la juventud. Pero también las etapas anteriores: la de Jasna Góra, la de Santiago de Compostela, la de Buenos Aires, incluso la de Roma, hace diez años. Diez años de camino. Se sienten estas etapas, pero sobre todo se siente la importancia de este año 1994: la gran oración por Italia y con Italia.
Entonces, me pregunto ahora junto con los jóvenes: ¿por qué debemos orar? Pienso que tal vez debemos orar por el dinero. Sí, por el dinero, para tener los medios para acudir a esa próxima etapa, Manila, en Filipinas. El viaje cuesta.
Y ciertamente los jóvenes tienen necesidad de dinero por muchos motivos: para vivir, para desarrollarse, para educarse, para prepararse a la vida madura, para vivir con honradez. Porque nosotros no queremos dinero obtenido de forma no honrada. Eso de ninguna manera. Queremos tener dinero ganado de forma honrada y gastarlo también de modo honrado. Por lo demás, así lo mostramos en Denver, porque se preveían y pensaban muchas cosas sobre nosotros: se preveía y se pensaba que los jóvenes serían tal vez ladrones o violentos. Pero a nuestros amigos americanos les dimos una sorpresa. Se habían preparado con muchas fuerzas, con grandes medios económicos. Pero los jóvenes no hicieron nada de lo que temían ellos: no robaron, no cometieron violencias; nada de eso; vencieron con la honradez.
Así, se ve cómo de la economía debemos pasar a la ética, pero a la ética no se llega, no se pasa sin una antropología, sin una visión del hombre. Y aquí quisiera hacer un poco de filosofía. Todos vosotros sois ya filósofos; incluso los muchachos de bachillerato saben ya quién fue Aristóteles. Así lo espero. Aristóteles fue aquel genio del pensamiento humano a quien debemos una gran herencia intelectual, filosófica. Para él, ¿qué era el hombre? Era un ser razonable, que tiene una finalidad. Y la finalidad del hombre es su perfección. Debe llegar a ese fin, a ser perfecto como hombre. No se puede objetar nada a esta visión de Aristóteles, porque también Jesús dijo en el sermón de la montaña que el Padre celestial es perfecto y vosotros debéis ser perfectos corno él. Pero, aunque en eso estamos de acuerdo con Aristóteles, es preciso corregir en algo su visión.
La corrección de esa visión llegó con Jesús, porque nos reveló al Padre, que mandó a su Hijo. Si el Padre mandó a su Hijo, a Jesús, eso significa que no es sólo un ser absoluto, perfecto en sí mismo, como modelo del hombre y de todas las criaturas, sino que es un misterio, es una relación, es un entregarse, un don. Así, con Jesús, se revela esta nueva visión antropológica: el hombre es verdaderamente el ser más perfecto entre todos los seres creados por Dios, pero este ser tan perfecto no se realiza si no es a través de la entrega sincera de sí mismo.
Esta es la sabiduría evangélica. Esta sabiduría del Evangelio se manifiesta, con las mismas palabras que he citado, en el concilio Vaticano II, especialmente en la constitución Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo. Es una cita clásica, en la que hallamos realmente una síntesis de la antropología cristiana. La antropología cristiana no es sólo perfeccionista en el sentido aristotélico, sino que es relacionista, y esto quiere decir que el hombre se hace hombre a través de la entrega de sí mismo a los demás.
Y, naturalmente, ésta es la respuesta más profunda, divina, a la pregunta humana: ¿qué es el hombre? La respuesta divina puede ser falsificada por actitudes humanas, porque cuando se dice el hombre debe vivir para entregarse se puede interpretar esta fórmula de forma utilitarista, pensando que el hombre se hace más hombre cuando gana más, no cuando se entrega a sí mismo, sino cuando busca los demás bienes como dones para sí mismo. Y esta visión utilitarista se basa en una filosofía inmanentista, que comenzó con Descartes y se desarrolló mucho en la época moderna. Voy a dejar de hablar de estas filosofías, porque estoy convencido de que me dirijo a colegas, a filósofos, y todos saben ya lo que estoy diciendo.
Pasemos, pues, al segundo punto de esta consideración: ¿qué es el hombre? La reflexión antropológica se hace oración por Italia: que los italianos sepan entregarse a los demás; que no sean egocéntricos, que no sean egoístas, sino que se entreguen a los demás. Con su población, con su pueblo, Italia tiene una gran esperanza, un gran futuro, y ese futuro está, desde luego, en vuestras manos. Yo, hoy, con vosotros, jóvenes italianos, jóvenes romanos, pido para que sepáis entregaros a los demás, para que no seáis egocéntricos, para que no seáis egoístas, y para que así lo enseñéis a los demás. Saber entregarse a sí mismos es la segunda etapa de mi reflexión.
Pero esas palabras: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21) tienen también otro contenido: ser enviado quiere decir tener un mensaje, como Cristo. Recibir un mensaje para transmitir, y con este mensaje llegar a los demás para iluminarlos, para llevarlos a los verdaderos bienes, a los verdaderos valores, para construir una nueva vida con ellos: todo esto quiere decir ser enviados.
Y en este sentido Cristo dice a los Apóstoles y a nosotros: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Os hago mensajeros de mi salvación, mensajeros de la gracia, mensajeros del amor. Y éste es un gran bien.
Hoy oramos por Italia, especialmente con los jóvenes italianos y con los jóvenes romanos. Pedimos que los italianos, y especialmente la nueva generación, los jóvenes, sean personas que tengan conciencia de la misión, que sepan que han sido enviados, que tienen un mensaje, una misión. Sin esta conciencia no se vive una vida humana plena. Se debe poder ofrecer algo a los demás, se les debe llevar un mensaje de verdad, de bien, de belleza para hacerlos felices.
La tercera oración por los italianos, especialmente por los jóvenes y con los jóvenes, es ésta: que los italianos, y especialmente la nueva generación, tengan esta conciencia de la misión, que no vivan sin ella.
Las misiones son diversas. Puede haber misioneros que van a países lejanos, pero puede haber misiones y misioneros en la propia parroquia, en la propia familia. Misión es ser religiosa contemplativa carmelita; misión es ser religiosa activa, apostólica; misión es ser esposo o esposa, obrero o intelectual. Todo es misión; en las categorías de Cristo, todo es misión. Todos somos misioneros porque el mundo se nos ha dado como una tarea. Debemos construir este mundo; debemos hacer el bien de este mundo; debemos hacer de él el reino de Dios.
Estas son las tres oraciones por Italia, especialmente por los jóvenes de Italia. Las presento hoy a vosotros y a todos los italianos. Constituyen un ciclo, que comenzó con los obispos, prosiguió con el mundo del trabajo, y ahora llega a los jóvenes de Roma. Roma debe ser protagonista de esta oración por Italia.
Conviene decir también algunas palabras sobre santo Tomás. El evangelio de san Juan que leímos hoy nos habla de santo Tomás, una figura enigmática, porque todos vieron a Jesús resucitado, menos él, que dijo: si no veo, no creo; si no toco, no creo.
Conocemos muy bien a esta clase de personas; entre ellas también hay jóvenes. Son empíricos, fascinados por las ciencias en sentido estricto de la palabra, ciencias naturales y experimentales. Los conocemos; son muchos, y son de alabar porque este querer tocar, este querer ver indica la seriedad con que se afronta la realidad, el conocimiento de la realidad. Y, si en alguna ocasión Jesús se les aparece y les muestra sus heridas, sus manos, su costado, están dispuestos a decir: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28).
Creo que muchos de vuestros amigos, de vuestros coetáneos, tienen esa mentalidad empírica, científica; pero, si en alguna ocasión pudieran tocar a Jesús de cerca, ver su rostro, tocar el rostro de Cristo, si alguna vez pudieran tocar a Jesús, si lo ven en vosotros, dirán: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28).
Añado otro elemento, el último elemento de esta oración por Italia, especialmente por la clase intelectual, porque es muy escéptica, tienen sus reservas hacia la religión, tienen sus tradiciones iluministas; por eso, les hace falta esta experiencia de Tomás. Oremos para que hagan ellos esta experiencia de Tomás, el cual al final dijo: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). ¡Gracias!
IX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
Con nuestro corazón aún nos encontramos en Denver. Se siente aquí ese clima americano, la última etapa de la Jornada mundial de la juventud. Pero también las etapas anteriores: la de Jasna Góra, la de Santiago de Compostela, la de Buenos Aires, incluso la de Roma, hace diez años. Diez años de camino. Se sienten estas etapas, pero sobre todo se siente la importancia de este año 1994: la gran oración por Italia y con Italia.
Entonces, me pregunto ahora junto con los jóvenes: ¿por qué debemos orar? Pienso que tal vez debemos orar por el dinero. Sí, por el dinero, para tener los medios para acudir a esa próxima etapa, Manila, en Filipinas. El viaje cuesta.
Y ciertamente los jóvenes tienen necesidad de dinero por muchos motivos: para vivir, para desarrollarse, para educarse, para prepararse a la vida madura, para vivir con honradez. Porque nosotros no queremos dinero obtenido de forma no honrada. Eso de ninguna manera. Queremos tener dinero ganado de forma honrada y gastarlo también de modo honrado. Por lo demás, así lo mostramos en Denver, porque se preveían y pensaban muchas cosas sobre nosotros: se preveía y se pensaba que los jóvenes serían tal vez ladrones o violentos. Pero a nuestros amigos americanos les dimos una sorpresa. Se habían preparado con muchas fuerzas, con grandes medios económicos. Pero los jóvenes no hicieron nada de lo que temían ellos: no robaron, no cometieron violencias; nada de eso; vencieron con la honradez.
Así, se ve cómo de la economía debemos pasar a la ética, pero a la ética no se llega, no se pasa sin una antropología, sin una visión del hombre. Y aquí quisiera hacer un poco de filosofía. Todos vosotros sois ya filósofos; incluso los muchachos de bachillerato saben ya quién fue Aristóteles. Así lo espero. Aristóteles fue aquel genio del pensamiento humano a quien debemos una gran herencia intelectual, filosófica. Para él, ¿qué era el hombre? Era un ser razonable, que tiene una finalidad. Y la finalidad del hombre es su perfección. Debe llegar a ese fin, a ser perfecto como hombre. No se puede objetar nada a esta visión de Aristóteles, porque también Jesús dijo en el sermón de la montaña que el Padre celestial es perfecto y vosotros debéis ser perfectos corno él. Pero, aunque en eso estamos de acuerdo con Aristóteles, es preciso corregir en algo su visión.
La corrección de esa visión llegó con Jesús, porque nos reveló al Padre, que mandó a su Hijo. Si el Padre mandó a su Hijo, a Jesús, eso significa que no es sólo un ser absoluto, perfecto en sí mismo, como modelo del hombre y de todas las criaturas, sino que es un misterio, es una relación, es un entregarse, un don. Así, con Jesús, se revela esta nueva visión antropológica: el hombre es verdaderamente el ser más perfecto entre todos los seres creados por Dios, pero este ser tan perfecto no se realiza si no es a través de la entrega sincera de sí mismo.
Esta es la sabiduría evangélica. Esta sabiduría del Evangelio se manifiesta, con las mismas palabras que he citado, en el concilio Vaticano II, especialmente en la constitución Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo. Es una cita clásica, en la que hallamos realmente una síntesis de la antropología cristiana. La antropología cristiana no es sólo perfeccionista en el sentido aristotélico, sino que es relacionista, y esto quiere decir que el hombre se hace hombre a través de la entrega de sí mismo a los demás.
Y, naturalmente, ésta es la respuesta más profunda, divina, a la pregunta humana: ¿qué es el hombre? La respuesta divina puede ser falsificada por actitudes humanas, porque cuando se dice el hombre debe vivir para entregarse se puede interpretar esta fórmula de forma utilitarista, pensando que el hombre se hace más hombre cuando gana más, no cuando se entrega a sí mismo, sino cuando busca los demás bienes como dones para sí mismo. Y esta visión utilitarista se basa en una filosofía inmanentista, que comenzó con Descartes y se desarrolló mucho en la época moderna. Voy a dejar de hablar de estas filosofías, porque estoy convencido de que me dirijo a colegas, a filósofos, y todos saben ya lo que estoy diciendo.
Pasemos, pues, al segundo punto de esta consideración: ¿qué es el hombre? La reflexión antropológica se hace oración por Italia: que los italianos sepan entregarse a los demás; que no sean egocéntricos, que no sean egoístas, sino que se entreguen a los demás. Con su población, con su pueblo, Italia tiene una gran esperanza, un gran futuro, y ese futuro está, desde luego, en vuestras manos. Yo, hoy, con vosotros, jóvenes italianos, jóvenes romanos, pido para que sepáis entregaros a los demás, para que no seáis egocéntricos, para que no seáis egoístas, y para que así lo enseñéis a los demás. Saber entregarse a sí mismos es la segunda etapa de mi reflexión.
Pero esas palabras: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21) tienen también otro contenido: ser enviado quiere decir tener un mensaje, como Cristo. Recibir un mensaje para transmitir, y con este mensaje llegar a los demás para iluminarlos, para llevarlos a los verdaderos bienes, a los verdaderos valores, para construir una nueva vida con ellos: todo esto quiere decir ser enviados.
Y en este sentido Cristo dice a los Apóstoles y a nosotros: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21). Os hago mensajeros de mi salvación, mensajeros de la gracia, mensajeros del amor. Y éste es un gran bien.
Hoy oramos por Italia, especialmente con los jóvenes italianos y con los jóvenes romanos. Pedimos que los italianos, y especialmente la nueva generación, los jóvenes, sean personas que tengan conciencia de la misión, que sepan que han sido enviados, que tienen un mensaje, una misión. Sin esta conciencia no se vive una vida humana plena. Se debe poder ofrecer algo a los demás, se les debe llevar un mensaje de verdad, de bien, de belleza para hacerlos felices.
La tercera oración por los italianos, especialmente por los jóvenes y con los jóvenes, es ésta: que los italianos, y especialmente la nueva generación, tengan esta conciencia de la misión, que no vivan sin ella.
Las misiones son diversas. Puede haber misioneros que van a países lejanos, pero puede haber misiones y misioneros en la propia parroquia, en la propia familia. Misión es ser religiosa contemplativa carmelita; misión es ser religiosa activa, apostólica; misión es ser esposo o esposa, obrero o intelectual. Todo es misión; en las categorías de Cristo, todo es misión. Todos somos misioneros porque el mundo se nos ha dado como una tarea. Debemos construir este mundo; debemos hacer el bien de este mundo; debemos hacer de él el reino de Dios.
Estas son las tres oraciones por Italia, especialmente por los jóvenes de Italia. Las presento hoy a vosotros y a todos los italianos. Constituyen un ciclo, que comenzó con los obispos, prosiguió con el mundo del trabajo, y ahora llega a los jóvenes de Roma. Roma debe ser protagonista de esta oración por Italia.
Conviene decir también algunas palabras sobre santo Tomás. El evangelio de san Juan que leímos hoy nos habla de santo Tomás, una figura enigmática, porque todos vieron a Jesús resucitado, menos él, que dijo: si no veo, no creo; si no toco, no creo.
Conocemos muy bien a esta clase de personas; entre ellas también hay jóvenes. Son empíricos, fascinados por las ciencias en sentido estricto de la palabra, ciencias naturales y experimentales. Los conocemos; son muchos, y son de alabar porque este querer tocar, este querer ver indica la seriedad con que se afronta la realidad, el conocimiento de la realidad. Y, si en alguna ocasión Jesús se les aparece y les muestra sus heridas, sus manos, su costado, están dispuestos a decir: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28).
Creo que muchos de vuestros amigos, de vuestros coetáneos, tienen esa mentalidad empírica, científica; pero, si en alguna ocasión pudieran tocar a Jesús de cerca, ver su rostro, tocar el rostro de Cristo, si alguna vez pudieran tocar a Jesús, si lo ven en vosotros, dirán: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28).
Añado otro elemento, el último elemento de esta oración por Italia, especialmente por la clase intelectual, porque es muy escéptica, tienen sus reservas hacia la religión, tienen sus tradiciones iluministas; por eso, les hace falta esta experiencia de Tomás. Oremos para que hagan ellos esta experiencia de Tomás, el cual al final dijo: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). ¡Gracias!
IX JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Domingo de Ramos, 27 de marzo de 1994
1. «Gritarán las piedras» (Lc 19, 40).
Vosotros, los jóvenes, sabéis que las piedras gritan. Son mudas, pero tienen una elocuencia particular, su grito. Cualquiera que se encuentre en las cumbres de los montes, por ejemplo en las de los Alpes o el Himalaya, lo percibe. La elocuencia, el grito de esos imponentes macizos es emocionante y hace que el hombre caiga de rodillas, lo impulsa a volver a entrar en sí mismo y a dirigirse al Creador invisible. Esas piedras mudas hablan. Vosotros, los jóvenes, lo sabéis mejor que los demás, porque exploráis su misteriosa elocuencia realizando excursiones a las montañas más altas, a fin de realizar un esfuerzo que os sirva para emplear vuestras energías jóvenes.
Vosotros lo sabéis y por eso Cristo dice de vosotros: «Si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 19, 40). Lo dice en el momento de su entrada mesiánica en Jerusalén, mientras algunos fariseos trataban de hacer que callara a esos jóvenes que gritaban: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Mc 11, 9). Cristo respondió: «Si éstos callan, gritarán las piedras». Con esas palabras, amadísimos jóvenes, Jesús os ha lanzado un desafío. Y vosotros lo habéis aceptado. Se trata de un desafío que se renueva, desde hace diez años, con ocasión del domingo de Ramos, en el que vosotros, los jóvenes, os reunís en La plaza de San Pedro para repetir: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».
Nuestro encuentro de 1984, en esta misma plaza, suscitó la idea de la Jornada mundial de la juventud. Hoy, por décima vez, esa idea se hace realidad. Este año habéis llegado aquí también vosotros, amigos americanos, desde Denver, para traer la cruz peregrina y entregarla a vuestros coetáneos de Filipinas, donde, Dios mediante, en enero del año próximo, se celebrará el nuevo encuentro mundial de los jóvenes: Manila 1995.
2. «Gritarán las piedras». La piedra encierra una gran energía. En ella se manifiestan las fuerzas de la naturaleza, que elevan la corteza terrestre, formando cadenas de altas montañas. La piedra puede constituir una fuerza amenazadora. Pero, además de las rocas de las montañas, en las que se revela el misterio de la creación, hay también piedras que sirven al hombre para las obras de su talento. Basta pensar en todos los templos del mundo, en las catedrales góticas, en las obras del Renacimiento, como esta basílica de San Pedro, o en ciertos edificios sagrados del lejano Oriente.
Hoy, sin embargo, os invito a visitar espiritualmente un templo específico: el templo del Dios de la alianza en Jerusalén. De él sólo ha quedado un pequeño fragmento, llamado Muro de las Lamentaciones, porque junto a sus piedras se reúnen los hijos de Israel, recordando la grandeza del antiguo santuario, en el que Dios habitó y que fue objeto de un sano orgullo por parte de todo Israel. Fue arrasado en el año 70 después de Cristo. Por eso, hoy, ese Muro de las Lamentaciones es tan elocuente para los hijos de Israel, y también para nosotros, porque sabemos que en ese templo Dios estableció realmente su morada, y el espacio vacío del Santo de los santos guardaba en su interior las tablas del Decálogo, que el Señor confió a Moisés en el Sinaí. Ese lugar santísimo estaba separado del resto del templo por un velo, que en el momento de la muerte de Cristo se rasgó de arriba abajo: signo conmovedor de la presencia del Dios de la alianza en medio de su pueblo.
Así pues, subamos a Jerusalén, donde el Hijo del hombre será entregado a la muerte y crucificado, para resucitar al tercer día. La fiesta de hoy, domingo de Ramos, nos recuerda y hace presente la entrada de Jesús en Jerusalén, cuando los hijos e hijas de Israel proclamaron la gloria de Dios, saludando «al que viene en nombre del Señor»: «¡Hosanna al Hijo de David!».
3. «Si éstos callan, gritarán las piedras». En realidad, los jóvenes no callan. Contemplamos con asombro cómo gritan. No dejan que hablen sólo las piedras; no permiten que los templos del Dios vivo se conviertan en frías piezas de museo. Hablan a voz en grito. Hablan en los diversos lugares de la tierra, y su voz se ha de oír. Así sucede que, gracias a su testimonio, los jóvenes discípulos de Jesús son para muchos una sorpresa.
Eso aconteció precisamente el año pasado en Denver, Colorado, donde, con ocasión de una reunión tan numerosa de jóvenes de todo el mundo, se preveían excesos juveniles, o incluso casos de violencia y atropello, con lo que se hubiera dado más bien un antitestimonio. Se calculaba que eso iba a suceder, y por eso se tomaron las debidas precauciones. Para vosotros, queridos amigos, fue un desafío. Y lo aceptasteis y respondisteis con vuestro testimonio. Un testimonio vivo, con el que habéis destruido los tópicos según los cuales se os quería ver y juzgar. Habéis manifestado lo que de verdad sois y deseáis. Y vuestra voz ha resonado en la metrópoli americana que está al pie de las Montañas Rocosas, de forma que tanto las cumbres de esas montañas como las gigantescas construcciones modernas debieron de asombrarse al oíros y veros como sois de verdad.
4. Por eso, amadísimos jóvenes no os sorprenda que, después de las experiencias de Buenos Aires, Santiago de Compostela, Jasna Góra y Denver, hoy quiera hablaros con el mensaje que Cristo dejó a los Apóstoles en su misterio pascual. Estamos entrando en la Semana Santa. Iremos a Jerusalén, al cenáculo del Jueves Santo; subiremos al Gólgota; nos detendremos ante el sepulcro, en el silencio de la Vigilia pascual; y luego volveremos de nuevo al cenáculo para encontrarnos con el Resucitado, que nos repetirá lo que dijo a los Apóstoles, alegres por su presencia: «Como el Padre me envió, también yo os envío» (Jn 20, 21).
«Los discípulos se alegraron de ver al Señor» (Jn 20, 20), escribe el evangelista Juan. También vosotros os alegraréis viéndolo entre vosotros vivo, vencedor sobre la muerte, que no pudo triunfar sobre él. Os alegraréis oyendo las palabras que os dirigirá. Os alegraréis porque se fía de vosotros, porque tiene tanta confianza en vosotros que os dice, por medio de vuestros pastores: «Como el Padre me envió, también yo os envío». Vosotros esperáis que os envíe, que os confíe su Evangelio, que os encomiende la salvación del mundo. Vuestros corazones jóvenes esperan oír del Redentor precisamente esas palabras.
El hombre debe tener la conciencia de ser enviado. Así lo dije el jueves pasado a los jóvenes de Roma. Sin esa conciencia, la vida humana se hace roma y polvorienta. Ser enviado quiere decir tener una tarea por desempeñar, una tarea comprometedora. Ser enviado quiere decir abrir los caminos a un bien grande, esperado por todos. Ser enviado quiere decir estar al servicio de una causa suprema.
Vosotros, los jóvenes, esperáis precisamente eso. Cristo desea encontrarse con vosotros y comprometeros en la gran misión que el Padre le confió. Es una misión que sigue viva y actual en el mundo, pero aún incompleta, siempre por realizar hasta el último día.
«Ven conmigo a salvar al mundo, ya estamos en el siglo veinte»: así cantaban en Polonia los jóvenes, en los tiempos tan difíciles de la lucha por la verdad y la vida, que es Cristo, y por el camino que él señala (cf. Jn 14, 6). Hoy, mientras este siglo veinte se acerca a su fin, debemos pensar en el futuro, en el siglo veintiuno, en el tercer milenio. Este futuro os pertenece a vosotros. El futuro os pertenece. Sois los hombres y las mujeres del mañana. Y Cristo es «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8). Decid a todos vuestros coetáneos que él los espera y que únicamente él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68). Decidlo a todos vuestros coetáneos.
Amén.
X JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD
JUAN PABLO II
ÁNGELUS
Domingo de Ramos 27 de marzo de 1994
1. Amadísimos jóvenes realizamos hoy un gesto que con el paso de los años, va cobrando cada vez mayor valor simbólico: la cruz peregrina pasa de mano en mano, de hombro en hombro. Los jóvenes americanos de Denver, donde se celebró el memorable encuentro del pasado agosto, entregan hoy la cruz a sus hermanos asiáticos procedentes de Manila, capital de Filipinas, donde en enero de 1995 tendrá lugar el próximo encuentro mundial.
Queridos amigos, sabéis reconocer en la cruz el signo de la esperanza que no defrauda. Habéis comprendido que no hay que avergonzarse; sino que, al contrario, es preciso gloriarse de la cruz, que es un testimonio de la pasión de Dios por el hombre, y la prueba irrefutable de su amor. Decid a todos que, precisamente por esto, la cruz infunde en quien la acepta una alegría nueva y auténtica: la alegría de la victoria sobre el mal y sobre la muerte.
(En inglés)2. Se encuentran hoy aquí jóvenes provenientes de Denver y de otras partes de Estados Unidos, que acaban de entregar la cruz peregrina de la Jornada mundial de la juventud a sus coetáneos de Filipinas. Al aproximarse el tercer milenio, la cruz de Cristo, llevada a hombros por los jóvenes, parte hacia el gran continente asiático. Debemos prepararnos para Manila; ante todo, espiritualmente, mediante un compromiso cada vez más generoso para hacer que el Evangelio de Cristo se haga presente en la sociedad: en la familia, en el mundo de la escuela del trabajo y del ocio en todas nuestras relaciones con los demás. Estamos invitados a Manila para meditar en las palabras de Cristo a sus discípulos: «Como el Padre me envió también yo os envío» (Jn 20, 21). Ser enviado quiere decir ir en el nombre de quien nos envía: ir con nuestra confianza puesta totalmente en Él.
(En español)3. Saludo cordialmente a los jóvenes y a las jóvenes de lengua española aquí presentes. Invito a todos vosotros y a vuestros coetáneos al encuentro del próximo año en Manila Filipinas, a donde la luz del Evangelio llegó gracias a la fe heroica de intrépidos misioneros, que hicieron posible la presencia pujante del cristianismo en el Extremo Oriente.
(En francés)4. La próxima Jornada mundial de la juventud pretende recordar a todos los cristianos, y en particular a los jóvenes, la necesidad de un compromiso misionero audaz. Queridos jóvenes, Cristo tiene necesidad de vosotros para anunciar el Evangelio al mundo. Vuestros hermanos esperan conocer, por medio de vosotros, al Señor que da la vida.
(En alemán)5. Os invito muy cordialmente, queridos jóvenes, a Manila. Existe una persona que puede enseñarnos a llevar la cruz de Cristo con amor y ésta es su Madre, María. María fue una mujer joven, llena de amor a la vida. A diferencia de los Apóstoles, no se avergonzó nunca del sufrimiento de su Hijo, porque reconoció el amor del Padre, del que Jesús vino y al que Jesús volvió.
(En polaco)Saludo a los grupos de jóvenes que han venido de Polonia. Todos recordamos Jasna Góra en 1991 año decisivo para Europa. Precisamente allí se dieron cita los jóvenes del Este y del Oeste de todo el mundo. Allí cantamos este inolvidable canto del Padre. No olvidemos este canto, esta verdad, esta gran tradición juvenil en la patria y en todo el este de Europa.
(En italiano)6. En este Año de la familia, encomendemos a la Virgen santísima, de modo especial, a los matrimonios jóvenes, sobre cuyos hombros a menudo recaen cargas muy pesadas a causa de las dificultades económicas, de la falta de casa y del desempleo. A ejemplo de Cristo, esforcémonos por no dejar solas a las personas que están atravesando dificultades. Hagamos de esta Jornada sobre todo, una fiesta de solidaridad, de ayuda recíproca y de esperanza.
1. Amadísimos jóvenes realizamos hoy un gesto que con el paso de los años, va cobrando cada vez mayor valor simbólico: la cruz peregrina pasa de mano en mano, de hombro en hombro. Los jóvenes americanos de Denver, donde se celebró el memorable encuentro del pasado agosto, entregan hoy la cruz a sus hermanos asiáticos procedentes de Manila, capital de Filipinas, donde en enero de 1995 tendrá lugar el próximo encuentro mundial.
Queridos amigos, sabéis reconocer en la cruz el signo de la esperanza que no defrauda. Habéis comprendido que no hay que avergonzarse; sino que, al contrario, es preciso gloriarse de la cruz, que es un testimonio de la pasión de Dios por el hombre, y la prueba irrefutable de su amor. Decid a todos que, precisamente por esto, la cruz infunde en quien la acepta una alegría nueva y auténtica: la alegría de la victoria sobre el mal y sobre la muerte.
(En inglés)2. Se encuentran hoy aquí jóvenes provenientes de Denver y de otras partes de Estados Unidos, que acaban de entregar la cruz peregrina de la Jornada mundial de la juventud a sus coetáneos de Filipinas. Al aproximarse el tercer milenio, la cruz de Cristo, llevada a hombros por los jóvenes, parte hacia el gran continente asiático. Debemos prepararnos para Manila; ante todo, espiritualmente, mediante un compromiso cada vez más generoso para hacer que el Evangelio de Cristo se haga presente en la sociedad: en la familia, en el mundo de la escuela del trabajo y del ocio en todas nuestras relaciones con los demás. Estamos invitados a Manila para meditar en las palabras de Cristo a sus discípulos: «Como el Padre me envió también yo os envío» (Jn 20, 21). Ser enviado quiere decir ir en el nombre de quien nos envía: ir con nuestra confianza puesta totalmente en Él.
(En español)3. Saludo cordialmente a los jóvenes y a las jóvenes de lengua española aquí presentes. Invito a todos vosotros y a vuestros coetáneos al encuentro del próximo año en Manila Filipinas, a donde la luz del Evangelio llegó gracias a la fe heroica de intrépidos misioneros, que hicieron posible la presencia pujante del cristianismo en el Extremo Oriente.
(En francés)4. La próxima Jornada mundial de la juventud pretende recordar a todos los cristianos, y en particular a los jóvenes, la necesidad de un compromiso misionero audaz. Queridos jóvenes, Cristo tiene necesidad de vosotros para anunciar el Evangelio al mundo. Vuestros hermanos esperan conocer, por medio de vosotros, al Señor que da la vida.
(En alemán)5. Os invito muy cordialmente, queridos jóvenes, a Manila. Existe una persona que puede enseñarnos a llevar la cruz de Cristo con amor y ésta es su Madre, María. María fue una mujer joven, llena de amor a la vida. A diferencia de los Apóstoles, no se avergonzó nunca del sufrimiento de su Hijo, porque reconoció el amor del Padre, del que Jesús vino y al que Jesús volvió.
(En polaco)Saludo a los grupos de jóvenes que han venido de Polonia. Todos recordamos Jasna Góra en 1991 año decisivo para Europa. Precisamente allí se dieron cita los jóvenes del Este y del Oeste de todo el mundo. Allí cantamos este inolvidable canto del Padre. No olvidemos este canto, esta verdad, esta gran tradición juvenil en la patria y en todo el este de Europa.
(En italiano)6. En este Año de la familia, encomendemos a la Virgen santísima, de modo especial, a los matrimonios jóvenes, sobre cuyos hombros a menudo recaen cargas muy pesadas a causa de las dificultades económicas, de la falta de casa y del desempleo. A ejemplo de Cristo, esforcémonos por no dejar solas a las personas que están atravesando dificultades. Hagamos de esta Jornada sobre todo, una fiesta de solidaridad, de ayuda recíproca y de esperanza.
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